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¿Para dónde va políticamente Latinoamérica? Por Marcelo Colussi

 

¿Para dónde va políticamente Latinoamérica?

 

Marcelo Colussi

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Es un tanto aventurado precisar con corrección para dónde va a ir políticamente Latinoamérica en los próximos años. La experiencia nos muestra que, si bien hay agendas trazadas por los grandes poderes, la dinámica humana pueda dar sorpresas y giros impensados.

La actual catástrofe ecológica, la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial con el uso de armas nucleares, las explosiones sociales que se suceden en distintos puntos del orbe y que pueden conducir a procesos de transformación violenta, la aparición de nuevos poderes en el escenario internacional con articulaciones desconocidas pocos años atrás (los llamados BRICS+, por ejemplo), cualquier incidente fuera de control como un hackeo a gran escala o una nueva pandemia generadora de una profunda crisis sanitaria, o una tormenta solar extrema que colapse nuestro actual mundo digital, son todos posibles elementos que pueden cambiar drásticamente el tablero, y que escapan a guiones previamente trazados.

De todos modos, existen ciertas regularidades que pueden encontrarse en las acciones políticas, las cuales, efectivamente, sí intentan seguir -o, al menos, los poderes dominantes intentan que así sea- escenarios trazados. Esbozamos aquí un par de puntuaciones sobre la situación general de Latinoamérica y lo que pensamos que puede suceder en el corto y mediano plazo en términos políticos.

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·       Desde la tristemente famosa Doctrina Monroe, de 1823 (“América para los americanos” … del Norte, por supuesto), Latinoamérica es considerada la zona de operaciones y reaseguro incuestionable de la geoestrategia de dominación que se trazó la clase dirigente del naciente país de Estados Unidos, ya en ese entonces una potencia industrial en crecimiento, comenzándole a disputar la hegemonía a los imperialismos europeos. 200 años después, esa “doctrina” está más vigente que nunca.

·         Latinoamérica representa un gran negocio para la voracidad imperial de Estados Unidos. De aquí obtiene muchos beneficios que, por supuesto sirven para mantener el poder hegemónico y los lujos extravagantes de su clase dirigente, e indirectamente para alimentar los beneficios económicos de su gran masa asalariada.

De ahí que cuida muy meticulosamente la región, para lo que tiene diseminadas en la zona más de 70 bases militares, todas altamente operativas, y la IV Flota de la Marina, parte del Comando Sur, cuya área de operaciones está dada por los mares que bañan América Central y Sudamérica.

·         Latinoamérica entra en su lógica de dominación global, ante todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas. El 25% de todos los recursos que consume Estados Unidos proviene de la región. Agreguemos que, de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8% del gas y el 5% del uranio se encuentran en Latinoamérica.

A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, litio, niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas por el capitalismo estadounidense.

Por otro lado, la zona latinoamericana le posibilita mano de obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers recientemente) y, pese a las actuales políticas antimigratorias cada vez más restrictivas, la región sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su geografía, huyendo de la pobreza de sus países, buscando “salvación” en el supuesto paraíso americano.

Hay ahí un doble discurso inmoral: se les cierra la puerta, al mismo tiempo que se les necesita para los trabajos subalternos que ningún ciudadano estadounidense quiere hacer; y por tales trabajos a los inmigrantes irregulares (los “mojados”) se les pagan salarios sustancialmente inferiores, se les somete a condiciones laborales inseguras e insalubres y se les impide la posibilidad de protesta.

Los gobiernos de Latinoamérica saben todo esto, pero lo dejan pasar, porque las remesas enviadas a las familias que aquí siguen ayudan a descomprimir las asfixiantes situaciones económicas de nuestros países.

La región latinoamericana es un área cautiva para bienes y servicios que provee Estados Unidos, además de estar en gran dependencia tecnológica del desarrollo del país del Norte.

La dependencia se amarra más aún con el circuito financiero establecido por Washington: las deudas externas que pesan sobre todos los países latinoamericanos constituyen un irremediable freno a su posibilidad de desarrollo autónomo.

Cada ser humano que nace en la región ya tiene acumulada una deuda de 2,500 dólares, que condicionará su calidad de vida en el corto, mediano y largo plazo. Quien termina mandando en la zona no es el presidente de turno de cada país, sino la banca internacional que nos somete y pone condiciones.

Los procesos de integración que se han intentado desarrollar en el área, se realizan siempre desde los marcos del capitalismo, y como entendimientos cupulares entre las clases dirigentes de los distintos países.

Proyectos de integración ha habido muchos, desde los primeros de los líderes independentistas a principios del siglo XIX hasta los más recientes de los siglos XX y XXI: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio -ALALC-, la Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano, la Comunidad del Caribe -CARICOM-, la Secretaría de Integración Económica Centroamericana -SIECA-. Recientemente, y como el proyecto quizá más ambicioso: el Mercado Común del Sur -MERCOSUR-, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia en 1996, al que se han unido posteriormente Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Quizá el único proyecto más “progresista” es la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos -ALBA-, impulsado en su momento por Venezuela, al que se unieron luego varios países, Cuba en especial.

Habrá que ver, si es que se puede considerar un proyecto de integración, el papel que podrá jugar la Nueva Ruta de la Seda, impulsada por China, como proceso integrador ya a una escala global tocando a muchos países del subcontinente.

Empezando por Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet en la década de los 70 del pasado siglo, lo que sirvió como laboratorio social, incluso supervisado en persona por Milton Friedman, todos los países de la región se encuentran bajo políticas neoliberales salvajes, que privatizaron prácticamente todos los servicios y activos de los Estados nacionales, precarizando de modo monumental las condiciones laborales de las amplias masas populares. Salvo Cuba, ningún país escapa a esos planes, incluidos todos los que podríamos designar “progresistas”.

Desde inicios del presente siglo, motorizados por los cambios que se sucedieron en Venezuela bajo la presidencia de Hugo Chávez, distintos países transitaron procesos políticos de centro-izquierda. En algún momento, la mayor parte de naciones latinoamericanas presentaron esos gobiernos.

Para la derecha -que en muchos casos sigue con la lógica maniqueísta de la Guerra Fría: “buenos” y “malos”-, esos movimientos se vieron amenazantes, un paso al comunismo. “La democracia es el caldo de cultivo del comunismo”, decía Pinochet. Esa ideología fascistoide persiste aún en muchos sectores de derecha; de ahí que todos estos tímidos intentos de gobiernos con talante social, fueron y son atacados.

El pensamiento más hiper conservador y defensor a ultranza del capitalismo salvaje se ha instalado con fuerza en todo el mundo. Contra esa tendencia debe accionar el campo popular.

Dichos procesos, conocidos como “progresismos”, realizaron una serie de cambios sociales importantes: planes educativos, sanitarios, de vivienda, de infraestructura básica, culturales, etc., que beneficiaron a amplias capas populares.

En lo económico duro, sin embargo, ninguno realizó procesos de transformación profundo (reforma agraria, expropiaciones, estatización de la banca).

En realidad, ninguno de esos gobiernos, llegados en todos los casos por medio de procesos electorales en el marco de las democracias representativas de la institucionalidad capitalista, buscó esos cambios. Ninguno, más allá de un cierto barniz externo, tiene realmente un ideario socialista en búsqueda de la revolución social, inspirado en conceptos del materialismo histórico.

Eso abre la pregunta: ¿se puede llegar al socialismo por vía electoral? La respuesta está más que clara: es imposible. “Para hacer un omelette hay que romper algunos huevos”; no es posible un cambio radical de base si no es a través de un proceso que conlleva violencia. “La violencia es la partera de la historia”, decía un pensador decimonónico supuestamente superado.

Hubo dos oleadas de progresismos, con un reacomodarse de la derecha más neoliberal entre medio de ambos. Los dos momentos marcaron lo mismo: procesos de administración del capitalismo con un poco de mayor preocupación social, con talante reformador, pero sin querer/poder ir más allá.

De todos modos, para las posiciones más recalcitrantes de la derecha, esos procesos siempre fueron un peligro, por lo que no dejaron de ser sistemáticamente bombardeados. El grado de sometimiento al gran capital, hoy día es omnímodo: nos intenta transformar de “trabajadores” en “colaboradores”, y así han desarticulado todas las luchas profundas que buscan horizontes post capitalistas.

El único proceso con ideario socialista que se mantuvo, iniciado incluso mucho antes de esos progresismos, fue Cuba. Ahí el proceso de transformación nació de una auténtica revolución popular, con apoyo de una vanguardia armada, y no llegó por sufragio universal.

Con muchísimos problemas, habiendo sido atacada por todos los medios por el imperialismo estadounidense, con una moral de hierro resistió por décadas, y al día de hoy, aún con dificultades varias, se mantiene victorioso. Solo como dato: en medio del ataque sistemático y del bloqueo, es la única nación del Sur global que pudo producir una vacuna contra el Covid-19. Nicaragua, la otra revolución socialista de Latinoamérica -última insurrección popular victoriosa de la historia, al menos de momento- cayó finalmente víctima de los ataques de Estados Unidos.

El regreso a la presidencia años después de un partido sandinista no tiene nada que ver con los ideales de otrora: hoy Nicaragua es un país capitalista con un gobierno con talante popular-social, con un incendiario discurso antiimperialista pero que no representa un verdadero referente para la izquierda. Por el contrario, puede ser un lastre.

Las izquierdas que no son realmente izquierdas, alimentan los discursos anatematizantes de la derecha, dando lugar así a las más virulentas críticas.

Brasil, la economía más poderosa de la región y entra las diez más grandes del mundo, sigue siendo capitalista pese a un gobierno progresista. Sin embargo, su inclusión en el grupo de los BRICS históricos y su apuesta por una moneda distinta al dólar, puede posicionar al país como un importante referente del nuevo tablero internacional que se está constituyendo.

A lo interno sigue presentando abismales diferencias entre ricos y pobres, situación que el gobierno progresista no puede eliminar (porque para ello se necesitaría un planteo socialista real). De todos modos, el intento de desmarcarse de la hegemonía de Washington abre perspectivas nuevas, para Brasil y, quizá, para la región.

Los progresismos de inicio del siglo, que vieron favorecidos sus programas sociales por un período de especial bonanza de la economía china, quien compraba ingentes cantidades de recursos naturales de la región (energéticos, alimentos, minerales varios), al ralentizarse un tanto esas compras y bajar los precios de las materias primas exportadas, se encontraron con dificultades para seguir manteniendo esos programas, sin dudas clientelares.

Por otro lado, el embate de las derechas, siempre capitaneadas por Washington con sus estrategias continentales, minaron los proyectos socialdemócratas de la región. Las deudas externas, que siguen vigentes, son una pesada carga que condiciona todo actuar político independiente.

Aunque persisten muchos de estos progresismos, y en un ciclo de aparición y desaparición han surgido otros nuevos (México, Colombia, Honduras, Chile, Brasil, quizá Argentina nuevamente), está visto que ninguno puede impulsar un claro proyecto anticapitalista.

Capitalismo serio” -¿qué será eso?-, capitalismo con rostro humano, “En mi país no hay lucha de clases” pudo decir alguien de entre ese grupo de progresistas; es decir: planes neoliberales con colchón…, todas las propuestas no pueden dejar de moverse en la esfera del capital, manteniendo las estructuras de acumulación por un lado, y explotación por otro.

En algunos casos, más allá de las buenas intenciones, completamente amarrados a la banca internacional, sojuzgados políticamente por Washington, sin mayor espacio de maniobra. El único que, en medio de la tormenta, sigue ofreciendo una real alternativa post capitalista -con índices socioeconómicos superiores a cualquier país del área, incluida la mal llamada “Suiza latinoamericana”: la socialdemócrata Costa Rica- es Cuba.

Las estrategias de dominio continental de la Casa Blanca han ido cambiando con el tiempo. La otrora Doctrina de Seguridad Nacional centrada en el combate (mortífero y sangriento) del llamado “enemigo interno”, asentada en las fuerzas armadas de cada país (para eso existía la Escuela de las Américas), muy cara política y económicamente para Estados Unidos, trocó a nuevos métodos: revoluciones de colores, guerra jurídica (lawfare), guerra contra la corrupción.

Ahora, todo pareciera indicar -Guatemala podría estar siendo el laboratorio social pare ello- un llamado a la “defensa de la democracia”. Estamos ante nuevas formas de control social, de imposición política suave, sin necesidad de tanques de guerra, cárceles clandestinas ni escuadrones de la muerte.

Todos estos dispositivos represores, incluyendo cámaras de tortura y desaparición forzada de personas, si es necesario, allí siguen estando listos; recordemos Honduras 2009 o Bolivia 2019. Las armas, la fuerza bruta, sigue siendo el respaldo final.

Pero antes de ello se dispone de un nuevo arsenal de “revoluciones cívicas no violentas”, bien presentadas, bien manipuladas. La lucha contra la corrupción, por ejemplo, que dado el aluvión mediático pasó a ser la nueva “plaga bíblica maléfica” que hay que combatir (experimentada por vez primera en Guatemala en el 2015), sirve para sacar gobiernos “molestos”.

Funcionó, sin dudas: luego de Pérez Molina en el país de los mayas, dio resultado también en Brasil (Lula y Dilma a la cárcel), en Argentina (Cristina Fernández defenestrada), en Ecuador (Rafael Correa bloqueado). El imperialismo sabe muy bien lo que hace. Por eso ahora, más que invertir en militares latinoamericanos, invierte en operadores de justicia, ¿preparándolos para la guerra jurídica?

Por lo pronto, en todos nuestros países han aparecido nuevas derechas, a veces con formato “progre”, popular, hablando un lenguaje campechano, incluso atractivo, juvenil. Pero debajo de esa presentación sigue habiendo un profundo y visceral anticomunismo.

“Neofascismo” se le ha llamado: no es el fascismo que imperó en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, pero aunque se presenta con otro rostro, continúa actuando de la misma manera: supremacista, racista, patriarcal, empapado completamente de las políticas neoliberales más salvajes, arrodillado ante el poder norteamericano (representado por personajes como Iván Duque, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Daniel Noboa, Javier Milei, Dina Boluarte, etc.)

Y aunque no están directamente en las casas de gobierno en todos los casos, son actores políticos claves, arrastrando grandes masas populares gracias a un manejo de psicología colectiva perfectamente diseñado (¡por eso ganan elecciones!).

Las fundamentalistas e hiper conservadoras iglesias neoevangélicas van de la mano completando el cuadro. Incluso con esta avalancha de grupos neopentecostales le taparon la boca a la Teología de la Liberación de la Iglesia católica.

En términos generales, las izquierdas están desarticuladas. Luego de la caída del campo socialista europeo, con el grito triunfal de la derecha del “fin de la historia y las ideologías”, las izquierdas no terminan de recomponerse.

La derecha, incluso estas nuevas derechas 2.0, han ido quitándole el discurso a la izquierda. La “lucha contra la pobreza” reemplazó a la lucha contra las injusticias, y la “resolución pacífica de los conflictos” se antepone ante la “violencia terrorista de la izquierda”.

La lucha armada, dado el panorama político global que se vive y por las tecnologías monumentales que desarrolló el sistema para defenderse (satélites geoestacionarios desde donde nos controlan, inteligencia artificial que se nos anticipa y primado de la llamada post verdad -la mentira entronizada y aplaudida-) ha salido del mapa, por inoperante en el mundo actual: ya no es una opción.

Los sindicatos, cada vez más, agravado ello por la precarización creciente -el neoliberalismo impuso ese desastre- ya perdieron su papel de vanguardia en la lucha política reivindicativa. La derecha ha ido sabiendo cómo transformarlos en mansos perritos falderos del sistema, nada cuestionadores.

De todos modos, la protesta social no cesa; en realidad, es imposible que cese, porque las condiciones de pauperización creciente que conllevan las políticas de ajuste, provocan un profundo descontento.

La cuestión es que todos los movimientos sociales que expresan el malestar reinante (movimientos campesinos, grupos de mujeres, de desocupados, de jóvenes sin perspectivas, de la diversidad sexual, los Sin Tierra, las reivindicaciones étnicas, etc.) no encuentran un proyecto común que aglutine todas esas luchas.

Como el “divide y reinarás” sigue vigente, el imperialismo (estadounidense, y también europeo) intensifica esas compartimentaciones: cada grupo reivindicando su lucha parcial, obligando a olvidar el contexto general de la sociedad donde la lucha de clases sigue siendo el motor, intentando sacarla de circulación como elemento que permita direccionar los procesos políticos.

Los financiamientos de la llamada “cooperación internacional” (que no coopera con nadie, sino solo con los donantes) van en esa dirección. El contexto ha llevado a encasillar el accionar político exclusivamente al ámbito de las elecciones democrático-burguesas.

Los progresismos que han surgido, todos se mueven en esa dimensión, y sabemos que esa democracia no permite cambios genuinos, más allá de pinceladas cosméticas. No hay, de momento, proyectos transformadores/revolucionarios claros, creíbles, que muevan masas, con direcciones/liderazgos/vanguardias respetadas y admiradas.

Mueven más gentes candidatos de esas nuevas derechas mediáticas o predicadores evangélicos que discursos con perfil socialista. El mundo digital que se va imponiendo, centrado en la transmisión de puras imágenes y fake-news, desarticula el discurso crítico de las izquierdas. Hay allí una agenda urgente a revisar para estudiar nuevos métodos de trabajo político.

Crecen más los cultos evangélicos que las propuestas de denuncia social: ¿por qué? ¿Qué tienen que hacer las izquierdas en este nuevo escenario?

Estados Unidos sigue siendo la gran potencia capitalista mundial, pero lentamente comienza a mostrar grietas. Su poder económico, basado en su colosal desarrollo científico-técnico, está empezando a ser cuestionado por China, que ya está tomando la delantera en muchos campos del quehacer humano.

Inmediatamente terminada la Segunda Guerra Mundial, el país americano, detentando el monopolio del arma nuclear, aportaba un tercio del Producto Bruto Mundial; hoy eso es de apenas el 18%.

Sus armas ya no son las más poderosas: una renacida Rusia -heredera de la Unión Soviética- muestra los dientes, y su desarrollo de la misilística hipersónica -a la que se acerca también China- evidencian que Estados Unidos ya no es la superpotencia imbatible en el campo bélico.

De todos modos, la clase dominante yanki no está dispuesta en lo absoluto a perder su sitial de honor.

Como bestia herida, se defenderá apelando a todos los medios imaginables: hasta tiene contemplada la posibilidad de guerras nucleares limitadas. En esa lógica, Latinoamérica, su tradicional patio trasero, aparece como el obligado reaseguro ante su lento pero ya comenzado -e indetenible- declive.

La presencia rusa y china en el área la vive como una extraordinaria amenaza a su hegemonía. De ahí que los países al sur del Río Bravo verán una mayor agresividad estadounidense de aquí en más, agresividad muy sutilmente desplegada, con guerras jurídicas y revoluciones de colores.

Eso, indudablemente, no es una buena noticia para nuestros pueblos. Pensar en revoluciones socialistas como la cubana o la nicaragüense, hoy parece imposible, lo que remite a revisar la armazón conceptual del materialismo histórico a la luz de las características que tomó el mundo:

¿Es posible hoy una revolución anticapitalista en un país pequeño y dependiente como los nuestros?

Si se toma el poder, eventualmente -como el zapatismo pareciera haberlo hecho en Chiapas, sin poder ir más lejos a nivel de todo México- ¿cuándo puede resistir una sociedad en transformación sin el apoyo de un hermano mayor como lo fue la Unión Soviética en su momento?

La perspectiva de “defensa de la democracia” que se nos va imponiendo, ¿cómo transformarla? Porque está claro que “esa” democracia no es la que necesitamos.

Pero nadie puede presentarse como antidemocrático (se corre así el riesgo de llamar a las dictaduras y a la autocracia, según la corporación mediática capitalista). Los caminos se ven algo cerrados.

Por eso estamos obligadamente convocadas y convocados a profundizar en esto: ¿cómo transformar nuestras paupérrimas realidades? En principio, no se ven las mejores perspectivas para nuestra tierra latinoamericana. Aunque recordemos que “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.

Marcelo Colussi es colaborador habitual de la Revista RafTulum

“La historia múltiple y la reescritura en la novela”; Por César Montes (desde la cárcel)

 

“La historia múltiple y la reescritura en la novela”

César Montes

A continuación les dejamos un  breve texto escrito por el histórico comandante guerrillero César Montes, en prisión desde hace ya casi tres años.

El texto está centrado en la narración de César Montes, con respecto a los hechos que dieron pie a la falsa acusación de la que es objeto por parte del cuestionado sistema judicial guatemalteco, persecución política disfrazada de accionar judicial que lo tiene injustamente en la cárcel.

El trozo narrativo puede ser leído pinchando Montes Texto SEPT 2023!

“¿Dónde va la Psicología?”, Por Marcelo Colussi

 

 

 

¿Dónde va la Psicología?

 

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Introducción

Psicología: ciencia de la conducta, del comportamiento humano. Esa escueta definición dice mucho, quizá demasiado. Es la ciencia o, digámoslo más claramente, es la pretensión de constituirse en un saber riguroso, científico, que pueda dar cuenta de por qué somos como somos, de por qué actuamos como actuamos.

Decir “conducta” o “comportamiento” es un intento por abarcar la dimensión infinitamente compleja de lo humano. Si hay algo enmarañado, inasible y evanescente, a veces incomprensible, es nuestro actuar, la forma en que nos desenvolvemos en nuestras relaciones interhumanas.

Eso constituyó desde siempre una inquietud abierta para todas las civilizaciones. En mayor o menor medida a través del tiempo todas intentaron dar alguna respuesta, entender el porqué de nuestro accionar, fijar normas que lo regulen estableciendo cómo reaccionar cuando ese conducirse no es lo esperado.

Esa búsqueda, que ha existido continuamente en toda la historia, al menos desde que existe registro de ello, presentó distintas modalidades, tomando forma de saber estructurado y sistemático (científico) recién hacia fines del siglo XIX. A partir de allí, ya con la noción de “ciencia” a la mano, desde Europa se concibió la idea de un saber universal, como son todas las ciencias, que permitiera descifrar los intrincados mecanismos de nuestro comportamiento, estableciendo parámetros generales para entender y actuar sobre ese campo.

Así constituida esa “ciencia de la conducta”, el siglo XX vio su expansión monumental, intentando tomar su mayoría de edad en términos epistemológicos. Hoy, entrado el siglo XXI, se puede decir que la Psicología es un saber ya solidificado, que dejó de ser una ciencia joven en formación.

De todos modos, en estos momentos presenta una tan enorme variedad de escuelas, tendencias y perspectivas, muchas veces contradictorias o abiertamente enfrentadas entre sí, que ello abre preguntas sobre su rigor como campo del saber, cuestionando de ese modo su validez.

Sin dudas, más allá de presentar un nombre en común: Psicología, son tan variadas las prácticas que caen bajo su denominación que ello lleva a cuestionarse dónde se está parado y, quizá lo más importante, hacia dónde va todo este ámbito.

Un poco de historia

La preocupación respecto a cómo actuamos, por qué lo hacemos así siguiendo regularidades, y a veces por qué nos salimos de lo esperado, por qué somos distintos, en ocasiones tan enormemente distintos los individuos de esta especie a la que llamamos ser humano, qué nos distingue en nuestra forma de actuar a unos de otros, todas esas cavilaciones son antiquísimas.

Lo que “debe ser”, lo “correcto” y “normalmente esperado” es algo que recorre la historia. De ahí que, muy habitualmente, diversos grupos humanos elaboraran tablas axiológicas, sistemas morales, muchas veces en forma de documentos fundacionales, planteamientos éticos, para establecer sin tropiezos qué es lo normal. ¿Podría decirse que ahí anida esto que, ahora, llamamos Psicología?

En todo colectivo humano organizado, desde las grandes civilizaciones de la antigüedad clásica hasta los pequeños grupos de economía pre-agraria hoy existentes o las complejísimas sociedades ultra tecnificadas y masificadas como las que actualmente van extendiéndose cubriendo todo el planeta.

Una rápida revisión de los materiales disponibles nos muestra que siempre ha existido una pauta de conducta “normalizada”, y del mismo modo, individuos que no entran en esos cánones. Junto a ello, igualmente ha existido siempre alguien encargado de atender esas “incorrecciones”, esas “desavenencias” o “desajustes”, buscando la integración a las normas, castigando cuando es necesario, o reencausando en otras ocasiones.

Esa figura (¿equivalente a una de las tareas hoy asignada a quienes ejercen la Psicología?) ha tomado distintas formas, pero no muy diferentes en realidad: brujo, hechicero, shamán, curandero, guía espiritual, consejero, nigromántico, onirocrítico, pitonisa, geomántico.

Todos, de un modo u otro, contribuyen a aliviar los dolores que no son propiamente “del cuerpo”, buscan entender el porqué de nuestras conductas, con los medios técnicos de que se puede disponer en cada momento histórico.

En ese sentido, quizá forzando un tanto las cosas, puede decirse que siempre existió un atisbo de eso que hoy llamamos Psicología. Desde la modernidad europea, esa tarea fue encargada fundamentalmente a la Psiquiatría, práctica médica que, con parámetros biológicos, trató de entender (y corregir) las “desviaciones” de la conducta, muchas veces con métodos terriblemente agresivos: cadenas, duchas de agua fría, castigos corporales, electrochoques, lobotomías, chalecos de fuerza.

En el antiguo Egipto, algún papiro descubierto por arqueólogos presenta el caso de la hija de un faraón poseída por un espíritu y curada por obra de algún hechicero (¿“psicólogo” o “psiquiatra” se diría hoy?).

El estado “amok”, presente en pueblos de Malasia, Filipinas, Indonesia y Brunéi, es conocido desde siempre en esos grupos, de lo que se cuidan en extremo, pues es algo que llega a aterrorizarlos. Dicho estado, que en terminología psicopatológica actual podría considerarse una explosión psicótica, está recogido por el Manual Diagnóstico y Estadístico de trastornos mentales (conocido entre nosotros por su sigla en inglés: DSM), de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos, al igual que por la Clasificación Internacional de Enfermedades, de la Organización Mundial de la Salud.

Entendiendo que esas conductas “desadaptadas” eran conocidas desde antaño en estos pueblos. De hecho, el término “amok” se origina en la palabra malayo-indonesia “meng-âmuk”, que puede traducirse como “hacer una carga furiosa y desesperada”.

Hoy día, la Psiquiatría moderna lo describe como “episodio aleatorio, aparentemente no provocado, de un comportamiento asesino o destructor de los demás, seguido de amnesia o agotamiento. A menudo va acompañado de un viraje hacia un comportamiento autodestructivo, es decir, de causarse lesiones o amputaciones llegándose hasta el suicidio” (Volker: 2014).

Es decir: desde tiempos inmemoriales se conocen y se describen conductas “llamativas”. Y desde siempre, también, la gente hace algo al respecto. Ese estado “amok” puede encontrarse hoy en lo que se repite tan a menudo en Estados Unidos: un “desequilibrado”, munido de un arma de fuego, entra a un lugar público disparando en forma indiscriminada, mata a varias a personas y luego se suicida.

Conductas “raras” se encuentran descritas a lo largo de la historia en variados pueblos, siempre como una pregunta abierta a la “normalidad” vigente, y que no necesariamente tiene respuestas.

En muchas ocasiones esas “rarezas” (¿“locuras” diríamos hoy?) se atribuyen a poderes extraterrenales, divinos o diabólicos, espíritus que poseen, o son consideradas secuelas de alguna ingestión indebida, producto de un exceso en la comida o en la bebida, o de desenfrenos sexuales.

En la Mesopotamia y en Persia, al igual que en el pueblo judío, o en la antigua China, esos comportamientos “indebidos” fueron atribuidos a posesiones demoníacas, a fuerzas inmanejables que invaden, que atacan y se instalan en el sujeto portador.

En la Europa cristiana del Medioevo, esas “poseídas por Satán” (¿crisis histéricas se las llamaría hoy?, o simplemente rebeldes ante el poder omnímodo del Vaticano y el patriarcado) fueron arrojadas a la hoguera en un número no menor a medio millón.

En la civilización egipcia, antes que así lo hicieran los griegos con Alcmeón de Crotona en el siglo VI a. C., se reconoció el cerebro como centro de la vida mental, al descubrir, por medio de disecciones, que ciertas vías sensoriales terminan en el encéfalo.

Describieron así los trastornos que actualmente denominaríamos como “emocionales” en las mujeres –luego nombrados como “histeria” por la civilización helénica–, atribuyéndolos a una mal posición del útero (hysteron). De ahí que como tratamiento para esos “problemas”, esos “desajustes”, fumigaban la vagina buscando devolver el útero a su posición original.

Siempre ha existido algún mecanismo con lo que los pueblos afrontaron sus malestares anímicos, y consecuentemente, la figura de un encargado de llevar adelante esas prácticas.

En la milenaria cultura de la India la tradición del yoga, así como la meditación budista, han ofrecido ese camino que hoy podríamos llamar, quizá forzando algo las cosas, “psicoterapéutico”: un alivio para los factores emocionales, para las tensiones del diario vivir, para soportar la crudeza de la vida.

En la Grecia clásica la escuela médica hipocrática, además de las prácticas propiamente biomédicas, utilizaba la interpretación de los sueños como modo de entender los malestares anímicos, y junto a ello el diálogo con el paciente, buscando así su alivio.

El efecto positivo de esa acción dialógica fue entrevista desde largo tiempo atrás como una importante vía para entender y calmar las “penas del alma”. Hipócrates, uno de los grandes baluartes de la Medicina, quien prescribía hablar con los pacientes como una “buena práctica”, describió y clasificó racionalmente enfermedades que hoy denominamos epilepsia, manía, paranoia, psicosis puerperal, fobias e histeria.

Hablar sobre estas cosas con quien las padecía se mostró desde aquel entonces como un camino fértil, “terapéutico”.

Efrén Cruz señala que “Hay pruebas que sugieren que ya en la edad de piedra se trataba no solo de creer en los espíritus malignos, sino también de expulsarlos; existen fósiles, cráneos prehistóricos que presentan huecos crudamente taladrados, en los que se puede notar que ya habían sido taladrados(Cruz: 2003).

En forma análoga, los Incas, tomándolo de la cultura médica mochica-chimú, pueblo al que sometieron, utilizaban el tumi (un bisturí) para practicar trepanaciones de cráneo, sin que esté claro si era para extirpar tumores o para quitar “cuerpos extraños” que provocaban “anormalidades” en el comportamiento.

Como vemos, siempre ha existido el interés por estos fenómenos que hoy llamamos “mentales”, o psíquicos, y siempre, en todo contexto, los mismos han llamado la atención, invitando a darles algún tipo de tratamiento.

El reconocimiento de “rarezas” atraviesa la historia de todos los pueblos, lo que en la actualidad nombraríamos como “trastornos psicológicos”.

En esa lógica Jaime Echeverría, refiriéndose a los nahuas de México, a quienes estudió en profundidad, señala que la “desviación” en las pasiones “conducía a la locura y la maldad, concebidas como un mismo estado patológico, y en consecuencia, al quebrantamiento de las normas sociales” (Echeverría: 2012).

Los pueblos prehispánicos del continente americano tenían también un conocimiento sobre los “trastornos del alma” y una forma de abordarlos. Así, por ejemplo, David Pavón-Cuéllar, citando a F. Guerra., nos informa que;

Los mayas disponían de complejas representaciones y clasificaciones de la enfermedad mental en las que había designaciones distintivas para la demencia o locura (cooil), la melancolía (tzeniolal), el frenesí o desvarío (okomolal), el delirio (coothan) y las alucinaciones (oxkokoltzeck), así como una clara diferenciación entre la epilepsia (citam tamcaz canchapahal) y otras clases de lipotimias, síncopes y desmayos (zaccimil zatalol)” (Pavón-Cuéllar: 2013).

En la etnia Hmong, oriunda de China y Vietnam, según reporta el estudio antropológico de Anne Fadiman, “Creen que los ataques [epilépticos] que sufren demuestran que tienen la capacidad de percibir cosas que el resto de la gente no puede. (…) El hecho de estar enfermos les permite sentir una empatía intuitiva por el sufrimiento de los demás” (Fadiman: 1997), por lo que esas personas epilépticas son llevadas a la categoría de shamanes.

De un modo u otro, los pueblos siempre hacen algo con las rarezas y malestares del diario vivir, con esos elementos muchas veces incomprensibles que se salen de la norma aceptada. El malestar se aborda de alguna manera, con apelación a seres superiores, con sustancias enervantes que sacan de la realidad (psicotrópicos varios, alcohol etílico). O, a veces, con la segregación social y/o el castigo.

En el África sub-sahariana, según informan los psicólogos Naidoo, Olowu, Gilbert y Akotia: “Por consejo del geomántico, que entre otras virtudes tiene la de ser un psicólogo sutil, el tratamiento, sobremanera multiforme, recurre a la fitoterapia, el trance, la posesión, la oración, el encantamiento, el sacrificio, el ritual y la ofrenda propiciatorios, el cambio temporal de comunidad y de marco de vida (siempre en medio de personas conocidas), etc.

El “loco”, que está constantemente a cargo de la familia y de la comunidad, no necesita ser internado en un asilo” (Naidoo et alia: 1984). Puede verse que lo que hoy día se hace en el ámbito de la Psicología clínica tiene ancestrales antecedentes.

Recuérdese que la internación psiquiátrica, implementada en la actualidad en prácticamente todos los países, es un producto de la modernidad europea, sin que la misma constituya una real solución para la “locura”.

La segregación de lo diferente, en ningún contexto cultural, es auténtica solución: es sacarse de encima los problemas, evitarlos, no querer verlos, al igual que hacían los griegos clásicos con los deformes y deficientes, arrojándolos al vacío desde un precipicio, o echándoles al agua en el Sagrado Ganges en la India.

En la tradición islámica, centrada en su texto sagrado, El Corán, los encargados de atender las penurias y flaquezas humanas (léase “angustias varias, inhibiciones, síntomas psicológicos”) apelan a la búsqueda de una fuerza superior, como Alah, para guiar a quien sufre. La religión es un buen consejo”, expresa su libro sacro.

Sería exagerado decir que todo lo anterior constituye un saber sistemático, científico; pero es evidente que en todo momento histórico los seres humanos hemos padecido ansiedades (o lo que hoy llamaríamos síntomas psicológicos, o delirios y alucinaciones), y de alguna manera hemos ideado mecanismos de afrontamiento de la misma.

Si no se le encuentran respuestas entre los mismos humanos, siempre queda el expediente de buscar una instancia supra humana que “ayude”. ¿Qué otra cosa son, si no, las religiones? “El opio del pueblo”, como dijera Marx, un bálsamo, una palabra de alivio ante las adversidades.

Revisando la historia puede verse que, en términos generales, el campo de lo emocional, al menos hasta la aparición del Psicoanálisis, no ha variado sustancialmente.

La “rareza”, eso incomprensible que se sale de “lo correcto”, eso que no entra en la cotidianeidad esperada, siempre ha recibido alguna respuesta: desde la fascinación, transformando el ataque epiléptico en un don divino, hasta la segregación, quemando en la pira medieval a quienes “se salían del molde”.

Hoy día, pleno siglo XXI, no se quema a nadie ni se lo encadena en asilos psiquiátricos, pero estar “loco” sigue teniendo un peso de estigma muy difícil, o imposible, de quitar. De todos modos, el exceso de psicofármacos (incluso la práctica del electroshock, que si bien ha disminuido mucho últimamente, no ha desaparecido)  una forma de quemar (la cabeza, intoxicando al paciente).

Ya no se emplea el chaleco de fuerza, pero la rigidez y la falta de respuesta que suele crear el llamado “chaleco químico”, realmente encadena. Si a esto se le agrega el aislamiento y la condena a una profunda soledad, tal como logra la segregación psiquiátrica, las cosas no parecen haber cambiado demasiado.

En este sentido, las formas de afrontamiento de esas “anormalidades” se siguen haciendo, como siempre en la historia, con sustancias especializadas (ahí está el campo de la psicofarmacología, que genera ganancias estratosféricas a los grandes laboratorios, pero no pasa de anestesiar el malestar).

Con religiones, o con estas prácticas que se llaman Psicología pero que, en términos generales, al seguir basándose en un sujeto consciente y dueño de sí, racional, centrado en la voluntad, no constituyen un saber realmente novedoso que aporte soluciones nuevas, no pudiendo pasar del consejo, del acompañamiento, de la condolencia –todas cosas útiles en algún momento, pero que no resuelven efectivamente los malestares pues no tocan sus raíces–.

Por último, y no menos importante, ese malestar, esas rarezas, ya con un marco de cientificidad desde la modernidad europea que luego se desplegaría por todo el planeta, se aborda con la práctica médica llamada Psiquiatría, que en definitiva no es sino la controladora de la “normalidad” establecida.

La misma es una especialidad médica muy reciente, nacida en Europa hacia el siglo XVIII. En realidad, es una práctica destinada a mantener un orden social y no tanto, en sentido estricto, una prestación biomédica.

Surge en las sociedades que pasan del Medioevo feudal y agrícola hacia ordenamientos urbano-industriales (Inglaterra, Francia, Alemania), erigiéndose en sancionadora de aquel que escapa a esa lógica de alineamiento con los nuevos paradigmas que van imponiéndose: “todo el mundo a trabajar a la ciudad en la industria naciente. Todo el mundo a consumir lo que esa industria produce”.

Para una sociedad que empieza a masificarse, a uniformizarse, que pasa de lo rural a la aglomeración urbana, hay que estar “bien ajustado” a los patrones dominantes. Lo bucólico del campo se reemplaza por la competitividad/movimiento/rapidez de la vida citadina.

Quien no entra en esos parámetros y se adecúa correctamente, queda fuera, está “loco”. Así surge la Psiquiatría, como la “policía” social encargada de dictaminar quién entra y quién no, quién está ajustado, y quién escapa a esa uniformización.

De hecho, en los asilos psiquiátricos, hay de todo. La “locura” pasa a ser no solo la enfermedad mental; es todo aquello que “sobra” para la lógica dominante.

Así, describiendo a la Salpêtrière –el mayor manicomio de Europa en el siglo XVIII–, Thénon, citado por Foucault, dice: “acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etcétera” (Foucault: 1998).

Fue necesario un muy largo camino para llegar a elaborar un pensamiento ya no mágico-animista, también desligado de la Medicina, con la intención de erigirse como sistemáticamente conceptual, racional, intentando hacer de la pregunta por ese campo tan complejo del comportamiento humano una actividad con pretensión científica.

Así llegamos al siglo XIX en Europa, en pleno auge industrial, sintiéndose centro del mundo, imponiendo sangrientamente su economía y patrones culturales al resto del planeta.

La Psicología como ciencia

El vocablo “Psicología” fue utilizado por vez primera, en latín, por el intelectual croata (poeta y humanista cristiano) Marko Marulić, en su libro Psychologia de ratione animae humanae (“Psicología sobre la naturaleza del alma humana”), a fines del siglo XV.

Años después, en 1590, el escolástico alemán Rudolf Göckel publica el libro Psychologia hoc est de hominis perfectione, anima, ortu (“Esta psicología trata sobre la perfección del hombre, su alma, su ascenso”), con lo que el término “Psicología” comienza a difundirse.

En realidad, tomado por Marulić de la versión latina del texto de Aristóteles Perí psychés (De anima, Sobre el alma), la palabra psyché (del griego clásico ψυχή), está significando “esa cosa inmaterial que nos insufla la vida”.

De hecho, en griego psyché significa “mariposa”, y también “soplo”; es el último suspiro que exhalamos al morir (el aire que se encuentra todavía en los pulmones al momento de convertirnos en cadáver; ese “soplo” que, cual “mariposa”, sale volando y abandona el cuerpo, el cual pasa a quedar in-animado.

Por tanto, la psyché es lo que mueve al soma, al físico, lo anima). En latín “alma” se dice “anima”; la Psicología, entonces, sería el estudio de eso que nos anima, ese soplo que nos alienta, nos insufla vida.

La ciencia moderna, surgida de la racionalidad europea a partir del Renacimiento, se mueve conceptualmente. Contrario a la versión vulgarizada que existe de “ciencia”, el saber riguroso no sale de la simple observación de hechos, sino de la elaboración de conceptos, los cuales puedan dar cuenta de los hechos, categorizarlos y actuar sobre ellos en el mundo real.

Podemos decir que hay ciencia en la medida en que hay concepto fundante, pregunta teórica que inaugura un nuevo campo del saber. Siguiendo a Heidegger, puede decirse que “La grandeza y la superioridad de la ciencia natural en los siglos XVI y XVII depende de que aquellos investigadores [Galileo Galilei, Evangelista Torricelli, Tycho Brahe, Nicolás Copérnico, Isaac Newton] eran todos filósofos; entendían que no hay meros hechos, sino que un hecho lo es sólo a la luz de un concepto fundado y, en cada caso, según el alcance de una tal fundamentación.

La característica del positivismo [donde se inscribe el grueso de la Psicología actual] en el que estamos insertos desde hace decenios –y ahora más que nunca– es pensar, en cambio, que puede arreglárselas sólo con hechos y más hechos, mientras que los conceptos son únicamente un recurso de emergencia que de algún modo se hacen necesarios, pero con los cuales uno no debe entretenerse demasiado, pues eso sería filosofía.” (Heidegger: 2009).

En este marco, la Psicología que va dibujándose en el ambiente académico europeo de los siglos XVII y XVIII termina dando como resultado, hacia fines del XIX, la creación de una nueva disciplina con la pretensión de situarse como saber riguroso, tal como ya lo eran otros saberes con mayoría de edad: la Matemáticas, la Física, la Biología, la Química.

Como toda ciencia, por tanto, busca poder predecir lo que sucederá, no en un sentido mágico en tanto adivinación, sino como proceso racional que entiende el mundo a través de “leyes” rigurosas que siempre se cumplen con regularidad.

Así, desde ese ámbito conceptual, es que surge el primer laboratorio de Psicología experimental en 1879, con Wilhelm Wundt en Leipzig, Alemania, y esa disciplina, enmarcada en los patrones del positivismo de la época, pretende ser tan rigurosa y exacta como todas las otras ciencias que ya venían desarrollándose con impetuoso impulso.

Las ciencias de la naturaleza ofrecen la posibilidad –o la ilusión, al menos– de ser indubitablemente rigurosas; sus verdades son demostrables sin ninguna duda, pues presentan leyes que no fallan (gravedad, inercia, acción y reacción en la Física, de presión parcial, de la conservación de la masa en Química, leyes (o propiedades) conmutativa, asociativa y distributiva en Matemáticas, etc.).

Y su implementación práctica, la tecnología, da resultados claramente palpables. Luego de los conceptos fundamentales que las ponen en marcha, existe la garantía de la demostración; el laboratorio, y las variables controladas que ello permite, ofrecen esa sensación de fiabilidad, eliminando el margen de error.

Luego –eso es lo fundamental– la vida práctica lo corrobora. Su saber se pretende universal, incluso a-histórico: las leyes científicas, según la epistemología en boga, expresan el “triunfo de la racionalidad”. De ahí que se les llame “exactas”, o “ciencias duras”.

Los saberes que no entran en esa categoría, que distan de tener ese nivel de seguridad, para una visión epistemológica de corte positivista, no terminan de ser ciencias.

En ese sentido, las llamadas “ciencias sociales”, entre las que se encuentra la Psicología, son siempre discutibles, poco creíbles. En contraposición con las “duras”, estos saberes parecieran “blandos”, más cerca de la opinión, del comentario cargado de ideología.

Es decir, ligadas a la subjetividad en un campo donde resultaría tan ineficaz como imposible situar un observador externo y no implicado.

Es en tal sentido que la Psicología, para ganar la credibilidad que sí poseen otras disciplinas, no dejó de buscar un basamento biologista. Eso le dio, supuestamente, su carácter de “seriedad”.

Sucede, sin embargo, que ese blasón la obliga a presentar un desarrollo intermedio entre neurofisiología y la superficial descripción de hechos, sin una teoría propia que le dé un verdadero estatuto de rigurosidad.

En otros términos: no hay una teoría (visión macro de las cosas) que la sustente, como pasa, por ejemplo, en la Física. Los “hechos” observables –las ratas en el laberinto del laboratorio, los reflejos condicionados de los animales de experimentación– no representan en verdad una garantía.

En todo caso, por ejemplo, ciertas constataciones empíricas: los colores rojo, blanco y amarillo “venden” más, por eso la Psicología de la publicidad los usa sobre otros (las marcas comerciales más vendidas los colocan en sus logos), haciendo pasar así un conocimiento práctico como una “ciencia”.

Para el sentido común sigue operando la concepción de “saber riguroso” como aquel que logra efectos constatables; y no hay ninguna duda que esas marcas venden mucho. Pero ese proceder mercadológico no alcanza para constituir a la Psicología (la publicitaria, para el caso) como una ciencia en el más cabal sentido de la palabra.

Cuando se trata de descifrar el porqué de las conductas, la Psicología no tiene una verdadera teoría explicativa (“No hay nada más práctico que una buena teoría”, se dice por ahí). Por eso, ante el deslumbramiento por la “certeza” que ofrecen las ciencias “duras”, la Psicología intenta repetir ese modelo, entendiendo que ahí está la clave de su mayoría de edad.

En otros términos: no puede deshacerse de la ilusión positivista de los “hechos” que hablan por sí solos. De todos modos, queda la pregunta: ¿por qué Coca-Cola y Mc Donald’s venden tanto: por los colores de sus insignias?

La ilusión lleva a buscar imitar ese esquema de las hermanas mayores, dando como resultado un producto híbrido, muy discutible incluso; como corolario de ello, según dijera Lacan, “a los fenómenos psíquicos no se les reconoce realidad propia alguna: aquellos que no pertenecen a la realidad verdadera sólo tienen una realidad ilusoria. La realidad verdadera está constituida por el sistema de las referencias válido para la ciencia ya establecida, o sea, de los mecanismos tangibles para las ciencias físicas, a lo cual se añaden motivaciones utilitarias para las ciencias naturales. El papel de la psicología no es otro que el de reducir a este sistema los fenómenos psíquicos y verificarlo gracias a la determinación, por él, de sus fenómenos mismos que constituyen su conocimiento. En la medida en que es función de esta verdad, no es una ciencia esta psicología” (Lacan: 1978).

Ese modelo de Psicología es el que fue tornándose dominante, y la academia europea marcó el rumbo para lo que seguiría. Esa noción fue extendiéndose por todo el mundo, siendo Estados Unidos durante el siglo XX el país que llevó más adelante esos desarrollos, siempre en la perspectiva de fundarse en “hechos y más hechos”, como diría Heidegger.

Anida allí la ilusión de la “exactitud” que, presuntamente, daría el laboratorio, la experimentación, la supuesta “observación objetiva”. El modelo médico continuó presente, inundando esos primeros pasos de la Psicología. Solo fue la aparición de Sigmund Freud y su descubrimiento de un ámbito totalmente novedoso en el campo de las ideas, el inconsciente, lo que permitió tener una visión renovada del sujeto humano y de su tan peculiar forma de comportarse.

Podría decirse, incluso, que solo allí nace una verdadera Psicología autónoma, con una teoría propia que habilita una nueva visión de lo humano alejada del sentido común y de la Biología dominante.

Con esta formulación freudiana, absolutamente subversiva, revolucionaria, dejando atrás la concepción médico-biológica instintivista así como la larga tradición occidental centrada en la racionalidad aristotélico-tomista, el Psicoanálisis se alza como fundamental para erigir un saber con características científicas que pueda dar cuenta de esas “rarezas” que hacen a lo humano.

De hecho, Freud así lo define: “Un conjunto de teorías psicológicas y psicopatológicas en las que se sistematizan los datos aportados por el método psicoanalítico de investigación y de tratamiento”. (Freud: 1991).

La pretensión de Freud, y de los psicoanalistas posteriores, es justamente crear un edificio conceptual que permita comprender esas acciones aparentemente alejadas de la lógica. O, en todo caso habrá que decir, que presentan “otra lógica”: la lógica del inconsciente.

Este médico austríaco –filósofo “frustrado”, según confesara: “Durante mi juventud, solo aspiraba al conocimiento filosófico, y ahora estoy a punto de realizar este deseo, al pasar de la medicina a la psicología” (Freud: 1991), dirá en 1898 en una carta a su colega Wilhelm Fliess– pasó toda su vida buscando desentrañar esa lógica presente en el psiquismo humano.

Para ello, con una visionaria intuición, se adelantó a la Semiótica que aparecería más tarde, pudiendo descifrar desde sus primeros trabajos psicoanalíticos de 1900 la estructura del inconsciente.

Encontró entonces que hay mecanismos específicos que lo determinan, y que tienen que ver con las leyes del lenguaje: condensación y desplazamiento las llamó (metáfora y metonimia las rebautizará más tarde Lacan).

De ese modo levantó un complejo edificio conceptual, no biológico, de raíz semiológica, con el que dar cuenta de la conducta humana: no todo es consciente, hay algo más, hay “otra escena”. La forma en que nos humanizamos, en que entramos al mundo de los símbolos humanos que nos construyen como humanos, decide nuestra vida psíquica. Y todo ello es inconsciente.

A partir de ese trabajo fenomenal de Freud estableciendo un nuevo cuerpo conceptual, resituado luego por Jacques Lacan con su grito de guerra de “retornar al texto freudiano” no perdiendo el carácter revolucionario que inauguró el maestro vienés al que una Psicología biologista y adaptacionista comenzaba a opacar, es que se puede establecer un aparato teórico realmente novedoso, que da lugar también a una nueva concepción de la ética.

Con el Psicoanálisis se abre una pregunta crítica sobre la “normalidad”. Dirá Freud: “Si adoptamos un punto de vista teórico y desatendemos el aspecto de la cantidad, podemos afirmar que todos estamos enfermos, o sea, que todos somos neuróticos, ya que las precondiciones para la formación de síntomas, a saber, la represión, también pueden observarse en personas normales” (Freud: 1991).

En tal sentido, se inaugura la posibilidad de tener una llave teórica que permite dimensionar de una nueva forma el sujeto humano: no hay normalidad biológica en términos de psiquismo. Hay, eso sí, adecuación –o no adecuación– a los códigos sociales dominantes. Eso es la normalidad: algo siempre bastante relativo, en equilibrio inestable, nunca falto de tropiezos.

Para hacerlo evidente, Freud elabora en 1901 un texto fenomenal que permite entender esa relatividad: “Psicopatología de la vida cotidiana”: todos tenemos lapsus, equívocos, olvidos. ¿Por qué?

Porque esas formaciones hablan, igual que los síntomas psicológicos, de una historia elidida que siempre se expresa, aunque sea de forma incomprensible para la lógica racional. Eso es el inconsciente. Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla” (Lacan: 1978).

 En ese sentido, a partir de esa “construcción” del sujeto se puede hablar de estructuras, formas de ser, modalidades de estar en la vida.

Todo indica que eso se repite en cualquier medio cultural, en cualquier organización social que nos damos los humanos: existen estructuras psíquicas inmodificables, con sus mecanismos específicos en cada caso, que tienen que ver con la forma en que el sujeto se construye, con el que la cría humana entra al mundo simbólico que lo humaniza y lo hace uno más de la serie: 1) se hace un sujeto “normal”, con una identidad sexual y una posición social e ideológica determinada, pudiendo “amar y trabajar” (las notas distintivas de la normalidad, dijera Freud).

De esa cuenta, se entra en esa “normalidad” (neurosis, lo más ampliamente difundido), 2) no se ingresa (psicosis), o 3) se puede ingresar de un modo transgresor, digamos que “a medias” (perversión).

Esto instituye una revolucionaria teoría psicológica, y consecuentemente, una nueva manera de encarar la salud y la enfermedad.

Todo indica que ese proceso se da en cualquier modo cultural: se es uno más de la serie (normalidad neurótica, con algún síntoma y/o angustia manejables: la gran mayoría de la población), o se vive al margen, encapsulado en un mundo propio (las psicosis, conviviendo con sus delirios y alucinaciones).

O, como otra posibilidad, integrado a medias, siempre en el límite, transgrediendo (perversiones).

 Como el Psicoanálisis constituye algo absolutamente anti conservador, subversivo, es rechazado en muy buena medida, porque dice lo que la moral “normal” no se permite decir. Es “la peste”, como socarronamente dijera Freud llegando a Estados Unidos a dar conferencias en la Clark University.

Pasaron más de 100 años desde su creación, y sigue siendo denostado (hoy, las tan “a la moda” Neurociencias serían su “superación”). El proyecto de una Psicología científica, como pedía Freud en su juventud, en 1895, tiene en el concepto de inconsciente su clave.

Pero la Psicología que se ha impuesto mundialmente, siguiendo el patrón forjado en los primeros balbuceos decimonónicos de Europa, continúa centrada en las nociones de consciencia, voluntad, racionalidad.

Los saberes empíricos que presentan todos aquellos que, de una u otra manera, sirven para atender los malestares anímicos, no rebasan la noción de sujeto dueño de sí mismo. “Nadie es dueño en su propia casa”, rebatirá el Psicoanálisis.

Por eso el “loco” es considerado un alienado, alguien que no puede disponer de sí mismo, que está ganado por fuerzas inmanejables. De todos modos, muchas de las intervenciones en relación a esas “rarezas” que se han dado en la historia, intuyeron que la palabra –permitir que el afectado hable, se exprese, se “descargue”– es el mejor camino para el alivio de esos pesares psíquicos (la cátharsis de los griegos clásicos).

De todos modos, lo que se fue construyendo como Psicología con su estatuto de “ciencia”, quedó centrado básicamente en la descripción observable de la conducta, con una visión más ligada al sentido común y a la mirada médica que a una disciplina de las ciencias sociales, y nunca aportó una teoría sólida unificada, salvo la de inconsciente.

Lo curioso es que ese cuerpo académico que continuó los primeros experimentos de Wundt se amplió de una manera espectacular, abarcando los más diversos campos del quehacer humano, dando lugar a una interminable profusión de escuelas, enfoques y prácticas sociales.

El futuro de la Psicología: ¿hacia dónde se dirige?

Tal abundancia de líneas ¿teóricas? es enorme, pareciera interminable, presentando muchas veces corrientes fuertemente antitéticas entre sí.

Entran en el amplio campo de lo que hoy se llama Psicología el conductismo clásico de origen estadounidense –y las hoy llamadas técnicas cognitivo-conductuales o neoconductismo, que son su derivación–, la reflexología del ruso Pavlov –que terminaría siendo la Psicología oficial de la Unión Soviética–, la Gestalttheorie de origen alemán, la Psicología experimental, el constructivismo del suizo Jean Piaget vinculado a la Psicología infantil, la Psicología humanista, la Terapia familiar sistémica, la Psicología industrial u organizacional, la Terapia transaccional, el coaching, la consejería sentimental, constelaciones familiares, psicoterapia de conversión para homosexuales, logoterapia, selección de personal (ahora llamado Talento Humano), tanatología, la Psicología social-comunitaria –¿instrumento para el cambio social o para el manejo de las multitudes?–, la Psicología de la salud, la Psicología de la publicidad, el psicodrama, los grupos de autoayuda al estilo de Alcohólicos Anónimos y diversas “ofertas” tan llamativas y dispares como la hipnosis, la aromaterapia o Flores de Bach, las técnicas de autoayuda (sus libros constituyen los más altamente vendidos en la industria editorial), la Psicología cristiano-evangélica o los mecanismos de control de masas que utilizan determinados centros de poder haciendo parte de la guerra de cuarta generación.

Es por toda esa monumental dispersión que desde su posible fecha de nacimiento –1879 en el laboratorio experimental de Leipzig con Wundt– a la fecha, la Psicología continúa siendo un campo algo vago, por no decir confuso, donde se entrecruzan las más dispares formulaciones, dando lugar a un abanico de prácticas verdaderamente llamativo.

De esa cuenta, pueden ofrecerse como acciones psicológicas tanto un test de inteligencia (¿por qué decir “prueba” en inglés?, ¿será eso consecuencia del colonialismo cultural, de la influencia anglosajona que ha marcado buena parte de la cultura moderna?) como una dinámica rompehielos que más parece un juego de niños que una praxis científica.

Una entrevista con polígrafo para selección de personal como la preparación para el combate de un soldado, de un astronauta o de un deportista de élite, una masiva campaña mercadológica para vender productos muchas veces innecesarios como la consejería matrimonial, o los consejos para manejar “adecuadamente” la ansiedad, por mencionar solo algunos de los posibles campos de intervención.

No hay dudas que ahí entra de todo un poco; y eso es lo llamativo justamente: se está ante una ciencia que nunca termina de definirse claramente, con un objeto impreciso por lo evanescente (la conducta) y una metodología sumamente elástica, que permite las actuaciones más diversas, abriendo la puerta a todo tipo de acciones, lo cual obliga a profundizar y preguntarse sobre la seriedad epistemológica en juego.

De hecho, en las especialidades médicas, cuando el objeto está claramente circunscrito, aparece el término “logía” (neurología, neumología, gastroenterología, hematología); en cambio cuando se trata de una práctica aparece el término “ía” (pediatría, psiquiatría).

Psicología nombra entonces una práctica; el problema es que hay algo que divide aguas notoriamente en esa práctica, cuando se trata de imponer un objeto determinado (la neurona, los neurotransmisores, el cerebro o incluso las conductas “como hecho objetivable”) o cuando se trata de poner en juego al sujeto, un sujeto siempre cuestionado y no tan determinado ni cernido, sino de alguna manera, como bien expresa Lacan, evanescente.

Vale preguntarse con toda seriedad si es legítimo atender pacientes en nombre de una “ía” (psiquiatría o Psicología) sin contar con una teoría del sujeto sólida.

Como puede verse, esto que se llama Psicología da para todo, pudiendo aplicarse a los más diversos campos: a la psicopatología, al manejo de personal, a la publicidad, a la educación, al deporte, al ámbito militar, la as campañas proselitistas de los partidos políticos, a la criminología.

Como se dijo más arriba: en todo momento y cualquier latitud, el malestar anímico tuvo su correspondiente atención, desde ser escuchado a ser reprimido.

Lo que sucede hoy con esta pretendida ciencia, impone un interrogante, pues allí, sin ninguna vergüenza ni complejos de falta de rigor académico, pueden entrar desde consejos bienintencionados a técnicas para torturar, desde recomendaciones para “controlar” la masturbación a modelos de mercadotecnia para manipular a potenciales compradores, no faltando apelaciones a la organización comunitaria para impulsar cambios políticos –¿no era el materialismo histórico quien iba a proporcionar esa guía?–, psicotécnicas metamórficas, guías para aumentar la inteligencia (propuestas por la prestigiosa Universidad de Harvard), relajación tapping-pampering asociadas a psico-caricias activas para “relajar nuestro crítico interno y vencer estrés y ansiedad”, selección de personal en empresas para devenirlo nuevos y eficientes “colaboradores” y no quejosos trabajadores, desde académicos que experimentan con ratas en un laberinto para llevar las conclusiones allí obtenidas al terreno humano a practicantes bienintencionados de la Psicología que atiborran los escenarios post catástrofes naturales para “ayudar en lo que se pueda” con primeros auxilios psicológicos, muchas veces sin tener claro para qué estar ahí.

¿Por qué esta Torre de Babel? ¿Por qué esto no sucede en ninguna de las llamadas ciencias exactas? O, más aún, ni siquiera en otras regiones de las ciencias sociales.

Hay dos cuestiones allí: una totalmente forzada por la sociedad de consumo, donde se intenta poner a la diversidad de las variantes (a veces un tanto locas) que propone la Psicología, como instrumento de estandarización y control del sujeto consumidor, explotado, alienado y masificado, acompañado por el mandato imposible de ser feliz y estar alegre, lo que se transforma en una verdadera pesadilla.

Pero hay otra más estructural y genuina, que está dada por el lenguaje, situando que la verdadera ley del lenguaje es el malentendido, por lo tanto, siempre vivimos en Babel.

Los dos mitos que rompen la cópula y el universo de la armonía y de la igualdad de los seres son el del andrógino, que nos deja partidos para siempre y sin posibilidad de fusión absoluta con ningún partenaire, y el de Babel, que separa a las palabras de las cosas, y a las palabras de la comunicación.

Evidentemente la Psicología plantea un interrogante: ¿es realmente una ciencia? Otros campos del saber humano se pueden jactar de sus logros comprobables; además de los que ya conocemos desde hace un par de siglos, hoy se enlistan nuevos, cada vez más maravillosos, que nos dejan estupefactos: viajes interplanetarios, inteligencia artificial, computación cuántica, fusión nuclear que permite generar energía limpia e inagotable, comunicaciones que revolucionan la forma de relacionarnos, generación de vida artificial, metaverso, producción monumental de alimentos y de medicamentos, materiales no perecederos, posibilidad de viajar en el tiempo…

La Psicología está lejos de brindar algo parecido, y la imitación de una metodología útil en las ciencias exactas no es garantía de exactitud en su propio espacio, y mucho menos de impacto.

A no ser que se considere “exitoso”, un “alto impacto”, a alguno de los resultados que se obtienen con esas intervenciones, más centrados y favorables para determinados grupos de poder que los impulsan, que en la población de carne y hueso que los recibe.

Por ejemplo: “Generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente” (Metz, S/F), tal como puede mostrar un manual de Psicología militar.

O saber cómo “Una agencia de publicidad próspera manipula los motivos y deseos humanos y engendra una necesidad de bienes desconocidos o inclusive rechazados hasta entonces entre el público” (Dichter: 1964), según expresa un especialista en investigación motivacional (Psicología de la publicidad).

¿Ese será el “éxito” que ofrece la Psicología? ¿Quizá el lograr “una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción” (Hebb: 1949), en otros términos, practicar eficientemente un “lavado de cerebro” en una sala de tortura?

En ese abigarrado mar de acciones posibles, en el nombre de esta disciplina puede establecerse “que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos” (Martín-Baró: 1990), tal como pretende la Psicología de la Liberación, de cuño latinoamericano, siendo un sacerdote, y no un psicólogo o psicóloga, uno de sus principales mentores.

Una ciencia (Psicología social, para el caso) al servicio de la acción política revolucionaria entonces, aunque desde los parámetros científicos específicos de esa disciplina no queden claros los pasos para lograr esa liberación (recuérdese que el marxismo, nacido 150 años antes, ya venía proponiendo eso, con instrumentos más precisos, y las revoluciones socialistas habidas en la historia se hicieron con acción política de las masas y no con Psicología).

Siempre con el apellido de “social”, una versión antitética propone que “El estudio sistemático de la psicología de masas reveló a sus estudiosos las posibilidades de un gobierno invisible de la sociedad mediante la manipulación de los motivos que impulsan las acciones del ser humano en el seno de un grupo” (Bernays: 2016), tal como dijera el sobrino de Freud, Eward Bernays, pionero de este tipo de Psicología para las masas.

En esa línea (¿Psicología social también?) un ideólogo de la ultraderecha estadounidense, Zbigniew Brzezinsky, pensando en la “manipulación”, pudo decir que “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. ¿Serán esas técnicas el éxito de esta ciencia? (Brzezinsky: 1968).

Tal vez, en lo que se conoce como Psicología positiva, dicho “éxito” consista en posibilitar ser ¿resilientes?, para utilizar un término a la moda en cierto ámbito del ejercicio profesional de los psicólogos: “Si usted quiere, puede, Todo depende de usted, Ser exitoso es una cuestión de actitud, No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad, ¡Sea positivo!, ¡Eleve su autoestima! Tú eres lo que eliges ser hoy día, no lo que antes elegiste ser. ¡Sé resiliente! ¡Supérate! ¡Deje atrás el pasado y mire con optimismo hacia adelante!”, tal como preconizan las muy a la moda técnicas de superación personal.

En ese ámbito entran los libros de autoayuda, y cualquier cosa que se ofrezca con el prefijo “psico” tiene amplia aceptación (técnicas psico-energéticas, psico-masajes, psico-relajación, psico-yoga, psico-reiki, etc.).

A propósito de estos textos, los únicos que las editoriales saben de antemano que serán éxitos comerciales –por eso los promueven tanto– vale recordar lo dicho por Sabatino Palma: “¿Saben por qué todos los días sale un nuevo libro de autoayuda? Porque el anterior ya fracasó”.

La dispersión de proyectos (epistemológicos, éticos, políticos) en el marco de la Psicología es enorme. Una teoría que los unifique a todos no hay, ni parece que pueda haberla. Hoy, entrado el siglo XXI, puede decirse que la única teoría realmente desarrollada, con un aparato conceptual sólido y que ofrece un saber sistemático, es la del inconsciente, establecida por Freud, ampliada luego por algunos de sus seguidores (por ejemplo, para el trabajo con niñez, o con psicóticos).

De ahí que muchas veces se lo menciona a este médico austríaco como “el padre de la Psicología”.

Si se trata de buscar un conocimiento riguroso, el Psicoanálisis lo ofrece. Las otras formulaciones del ámbito psicológico son muchas veces más formulaciones ideológicas, o resultado de simples observaciones empíricas, constatación de “hechos”, que teorías sólidas (recordemos a Heidegger: “no hay meros hechos, sino que un hecho lo es sólo a la luz de un concepto fundado”).

Hasta la misma manipulación de masas hace uso del concepto de inconsciente: “Los seres humanos en gran medida se ven impulsados por motivaciones que se ocultan a sí mismos; es tan cierto para la psicología de masas como para la individual” (Bernays: 2016), dirá Bernays, llevando la idea de inconsciente formulada por su tío al campo de la mercadotecnia, del manejo de multitudes, de lo social.

Por cierto, en un sentido no hay Psicología que no sea social; no existe la “Psicología individual”: “En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo” (Freud: 1991), dirá Freud.

Es evidente que este esfuerzo de sistematizar y presentar el saber sobre lo anímico como una ciencia, que viene desplegándose desde fines del siglo XIX, no ha terminado de fructificar en un cuerpo único aceptado por todos los que se dedican a esta disciplina.

No tienen nada en común, más allá de un título universitario –o de un interés humano, aunque no haya formación universitaria– quienes hacen selección de personal, o escuchan y acompañan el dolor de las víctimas de la violencia política en una comunidad de algún país del Sur global, o quien experimenta con ratas en un laboratorio para extraer conclusiones que luego llevará al ámbito humano, quien escucha a un paciente en su diván psicoanalítico o quien diseña una campaña publicitaria.

Nada los une: ¿todos hacen Psicología?

En estas últimas décadas viene ganando terreno en el campo psicológico esto que llamamos “Neurociencias”. Las mismas tienen ya una dilatada historia como especialidad médica, desde el siglo XVIII en Europa hasta los últimos desarrollos de la Neurología actual.

En realidad, es una práctica del campo biomédico, definitivamente útil en el abordaje de patologías neurológicas (distrofia muscular, mal de Parkinson, demencias seniles, meningitis, accidentes cerebro-vasculares, epilepsia, afasias, etc.) pero que no alcanza para explicar –menos aún para predecir y actuar sobre– el comportamiento humano.

Lo cierto es que en el espacio de la Psicología cada vez va ganando más preeminencia la presencia de las Neurociencias como modelo a seguir. De hecho, constituyen ya un discurso hegemónico, un discurso-amo, provisto del rigor que sí tienen las “ciencias exactas” y no las “habladurías indemostrables” –según cierta visión– del Psicoanálisis.

Freud y Lacan, los grandes psicoanalistas del siglo XX, médicos de formación ambos, insistían que para ejercer el trabajo clínico en el ámbito psicológico no se necesita una formación biomédica sino otra de corte “social”, “humanística”: semiótica, filosofía, historia del arte y la cultura…

¿Por qué entonces en tantas casas de estudio de la Psicología –donde el Psicoanálisis entra marginalmente– se insiste con fuerza casi obsesiva en estudiar textos de Neurociencias y manuales de Psiquiatría y Psicopatología?

El reciente auge de estas Neurociencias, crecientemente incorporadas en muchos ámbitos: la clínica, la mercadotecnia, la Psicología militar, se anuda a una ideología positivista que reverencia la presunta objetividad de los “hechos demostrables”, el laboratorio como garantía de fiabilidad, de rigor científico entendido al modo de las ciencias exactas.

En ese marco, el estudio del órgano “cerebro”, hecho desde la mirada biomédica, va inundando el pensamiento psicológico. De todos modos, como dice Nora Merlín: “Debe considerarse que la investigación sobre el cerebro puede funcionar como una renovada oferta de espejitos de colores. Las neurociencias son un conjunto de disciplinas que estudian la estructura, la función y las patologías del sistema nervioso, pretendiendo establecer las bases biológicas que explican la conducta y el padecimiento mental. (…) Las neurociencias implican el triunfo de la medicalización, del paradigma positivista y de la investigación técnica desligada de los efectos políticos y subjetivos de vivir con otros y otras. Supone el negocio de los laboratorios y el triunfo de la colonización neoliberal que produce psicología de masas, donde el sujeto se reduce a ser un objeto de experimentación manipulado, cuantificado y disciplinado” (Merlín: 2020).

Las máscaras con que vivimos (eso es el Yo), lo impredecible de nuestra conducta, nuestros malestares intrínsecos dada nuestra humana condición (Freud tituló una de sus obras más importantes justamente “El malestar en la cultura”), las aparentes sinrazones y contradicciones de nuestro diario vivir –que sí tienen una lógica–, lo errático y muchas veces incomprensible de nuestros deseos, las “locuras” que terminamos aceptando como normales (“La guerra es necesaria para mantener la paz”, dijo el Premio Nobel de la ¿Paz? Barack Obama, o la aceptación acrítica de que una humilde campesina virgen dio a luz un niño hace dos milenios en un pesebre de Galilea, embarazada por un espíritu), todo ello responde a una historia (individual y colectiva) que nos construye, y no a determinaciones bioquímicas o malformaciones cerebrales. “La medicina académica (…) parece interesarse sobre todo por los caminos anatómicos a través de los cuales se produce el estado de angustia. (…) Hoy no podría indicar algo más indiferente para la comprensión psicológica de la angustia que el conocimiento de las vías nerviosas por las que transitan sus excitaciones”, decía Freud (Freud: 1991).

Al contrario de una visión más social, más histórica si se quiere, la Psicología va nutriéndose cada vez más de esta visión positivista, organicista, útil sin dudas en el campo del accionar médico, pero inoperante para entender y actuar sobre nuestros malestares anímicos, sobre nuestra vida psicológica.

La activación prolongada de una región del cerebro llamada estriado ventral está directamente relacionada con mantener emociones y recompensas positivas. La buena noticia es que podemos controlar la activación del estriado ventral, lo que significa que disfrutar las emociones más positivas está en nuestra mano” (Aaron: 2015), nos dice algún estudio de Neurociencias. La ilusión es que sí, efectivamente, ese disfrute “está en nuestra mano”.

El Psicoanálisis, como ninguna otra formulación del campo psicológico, vino a demostrar la finitud humana, que el conflicto es constitutivo de nuestra condición, contrariamente a la homeostasis que explica el mundo biológico. Todo indica que “las emociones más positivas” no están precisamente en nuestras manos, en nuestra buena voluntad. Que, máscaras mediante, finjamos una felicidad radiante, es una cosa; cómo somos y por qué nos pasa lo que nos pasa, es otra muy distinta.

Dicho todo esto, cabe la pregunta de hacia dónde va la Psicología como actividad que ya se ha ganado un lugar en el mundo académico. Las susodichas Neurociencias están tomando agresivamente la delantera, constituyéndose en el referente obligado para la disciplina. Eso va desplazando otras formulaciones más “sociales”, más “humanísticas”, si así se pudiera decir.

Pero dicho desplazamiento no es fortuito. Tal como expresa Nora Merlín, “supone el negocio de los laboratorios y el triunfo de la colonización neoliberal”. En otros términos, supone la absoluta mercantilización del ámbito Psi. La ilusión de “rigor científico” que brindan las Neurociencias permite ese gran negocio en ciernes que es el hiper consumo de medicamentos para atender los “malestares del alma”.

Esos malestares, esas rarezas que pueblan cotidianamente la vida de los humanos, en la modernidad capitalista se han transformado en “enfermedad mental”.

La misma asusta, porque evidencia lo dicho por Freud en su momento, que “no somos dueños en nuestra propia casa”, somos sujetos enajenados. Marx lo refirió al sujeto social, a la clase; Freud al sujeto individual, a sus síntomas.

Para ambas construcciones teóricas se esfuma la idea de libre albedrío, de voluntad. Reconocer eso es perder la sensación de autodominio que impone la racionalidad; es una gran herida narcisista, junto al descentramiento de la Tierra como centro universal (Copérnico) y la idea de ser nosotros, los seres humanos, materia viva producto de la evolución igual que los animales y no centro de la creación divina (Darwin).

La “enfermedad mental”, categorizada como tal a partir de la existencia de la Psiquiatría, pasó a ser mala palabra. Eso asusta, espanta: nadie quiere sentirse “loco”, porque eso patentiza la enajenación, aunque ahora ya no son espíritus maléficos los que nos enajenan: es nuestra propia historia.

En esa corriente, montándose en el temor que todo este ámbito acarrea, el campo de las enfermedades mentales significa la posibilidad de un gran negocio para quien se quiere aprovechar de esos miedos.

Las actuales clasificaciones psiquiátricas, crecientemente ampliadas “descubriendo” de continuo nuevos cuadros psicopatológicos, sirven a estas estrategias de venta. El conocido DSM ya citado –“libro sagrado” para mucha gente dedicada a la Psicología–, hoy día presenta en forma progresiva cuadros psicopatológicos producto más de la mercadotecnia que de la práctica clínica, inventados en los departamentos de mercadeo de grandes firmas farmacéuticas.

Lo que se oculta tras ello es la voracidad de los laboratorios por vender psicofármacos. En su primera edición en 1952 presentaba 106 cuadros psicopatológicos; la quinta edición de 2013 llevó ese número a 216, más del doble.

Cuesta creer que se hayan “descubierto” tantas entidades nosográficas nuevas en pocas décadas: no parece que crezca tanto la locura sino la apetencia empresarial.

Su última actualización en muy buena medida se maneja con estos criterios: aparecen nuevos trastornos con los que se psiquiatriza el malestar, asustando a los portadores y sus allegados y al público en general, dejando abierta la posibilidad de los nuevos fármacos que vienen a “resolver” el problema en cuestión.

Por cierto, nadie controla esto. Al contrario: el halo de cientificidad con que se monta todo el circuito no deja lugar a dudas. Las así llamadas Neurociencias no se discuten. De esta forma, el DSM pasó a ser palabra indiscutible en este campo siempre resbaladizo de las enfermedades mentales.

Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido trastorno bipolar, hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas (¿reemplaza a las psicosis maníaco-depresivas?) Cuando apareció, se calculaba que el 1 % de la población lo padecía; hoy día, esa cifra subió al 10 %. ¿Estamos todos locos… o hay allí formidables –y viles– estrategias de mercadeo?

Un instrumento como el mencionado abunda en este tipo de ejemplos, de cuadros psiquiátricos de discutible validez científica, pero de probada eficacia comercial: “trastorno disfórico premenstrual” para las molestias asociadas con la menstruación, “trastorno de compra compulsiva” para la conducta consumista, “trastorno desregulador perturbador del estado de ánimo” para los berrinches infantiles…

Incluso la timidez puede recibir alguno de estos rimbombantes nombres con aire de enfermedad mental (“trastorno de ansiedad social”). Realmente no pareciera que esté todo el mundo tan enfermo “de la cabeza”.

Hay algo más allí. ¿Qué avance real se registra en la práctica clínica con todas estas nuevas y cada vez más revisadas, corregidas y aumentadas listas de psicopatologías con sus correspondientes fármacos asociados?

No es la enfermedad mental la que crece sino los bolsillos de los fabricantes de psicofármacos. 100 millones de personas toman diariamente algún psicotrópico en todo el mundo, es decir, 150 mil dólares por minuto consumidos en ese renglón. La felicidad, de todos modos, está lejos de alcanzarse, por supuesto.

Esa presunta felicidad no es la presentada por Hollywood. Imposible pensar que se la pueda alcanzar a base de comprimidos. No obstante, en algunas de estas mega-industrias de la salud, se habla del “drogado preventivo”, es decir, el consumo de psicofármacos como modo de adelantarse a la aparición de síntomas específicos.

En el ámbito clínico, más allá de la escuela a la que se adscriba y del modo cultural en el que se desarrolle (la Psicología oriental –china, japonesa, india– o la africana, por ejemplo, distintas a lo que se busca en Occidente), siempre hay un reconocimiento implícito de que la palabra puede ser un medio idóneo para “tratar los malestares anímicos”, reencontrarse con sí mismo o vencer tabúes –no importa cómo se nombre ese malestar–, pero siempre se hace apelando a la “descarga interior” que trae aparejado el ejercicio de la palabra. “Las palabras son, en efecto el instrumento esencial del tratamiento anímico” (1991), dirá Freud refiriéndose al método de trabajo que está iniciando. “El neurótico es un enfermo que se trata con la palabra, sobre todo con la suya. Debe hablar, contar, explicar él mismo. Freud lo define así: “asunción de parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro”. El psicoanalista no tiene más remedio que ser el rey de la palabra”, agrega Lacan (1971). De todos modos, la tendencia general que va ganando espacio en el ámbito psicológico en relación a los malestares no prioriza la palabra sino la medicación.

Esto está generalizado en todas partes del mundo, incluso en aquellas latitudes donde la profesionalización de la Psicología aún es muy inicial.

Los modelos tecnocráticos que se han impuesto en el mundo, con una veneración de lo científico-técnico entendido al modo positivista, hace que esa priorización de la palabra no esté en crecimiento.

Todo indica que es muy probable ir caminando hacia un robot, una inteligencia artificial debidamente preparada con sus infinitos algoritmos que atienda las penurias anímicas de la gente, quizá en forma virtual incluso, y recete: 1) consejos prácticos centrados en la Psicología positiva: “técnicas para manejar el estrés”, por ejemplo, o 2) psicofármacos.

La escucha (preconizada por Hipócrates, reconocida por las diversas aproximaciones de las “Piscologías” no académicas, o lo levantada por el Psicoanálisis como su herramienta privilegiada), no está en alza. Por el contrario, paulatinamente va siendo desechada, tal como sucede incluso en las prácticas biomédicas, centradas cada vez más en tecnologías que prescinden de la calidez de la relación interhumana (“El paciente de la cama 6 es un hígado graso, y la de la cama 9 es una tuberculosis. ¿Cómo se llaman? Cama 6 y cama 9”).

Ante este avance fenomenal del negocio psicofarmacológico y la ideología neoliberal individualista que barre el mundo en este momento, la Psicología –en sus distintas expresiones– no ofrece perspectivas nuevas, teorías que le den un sello de identidad propia como ciencia; al contrario, se pliega a esa ideología.

La única formulación realmente novedosa –revolucionaria, subversiva por cierto– es el Psicoanálisis. Pero el mismo no pareciera tener ante sí un camino facilitado. Por el contrario, no es lo dominante en el campo de la Psicología, relegándoselo en todo caso a cierto lugar de marginalidad. Incluso en el ámbito psicoanalítico se dan profundas escisiones, con marcados juegos de poder entre las infinitas instituciones existentes, las denominadas oficiales (como la Asociación Psicoanalítica Internacional, “el principal órgano regulatorio y de acreditación para el Psicoanálisis en el mundo”, con presencia en más de 30 países y alrededor de 12,000 miembros) o las que siguieron las enseñanzas de Jacques Lacan, separadas de la oficial, atomizadas en grado mayúsculo a la muerte del maestro francés, todas reivindicando la pureza freudiana, la verdadera ortodoxia.

Lacan no se basta a sí mismo, hay que recurrir a Freud”, alertaba León Rozitchner ante la avalancha de lacanismo que inunda cierto espacio psicoanalítico, con una hermética jerga que hace pensar no tanto en centros científicos sino en grupos cenaculares solo para iniciados, despreciando a quienes no pertenecen a la institución.

El dogmatismo y el culto a la personalidad que se da en el ámbito lacaniano abre una pregunta sobre lo que allí se ha ido erigiendo. Sin dudas, ahí hay un debate abierto, no saldado. Muchos de estos grupos, incluso, presentan una marcada ideología neoliberal, radicalmente alejados de la búsqueda de la liberación que buscan otros.

La Psicología concerniente al ámbito individual, aquello que tiene que ver con psicopatología, con abordaje clínico, va quedando cada vez más vinculada a la visión dominada por la Psiquiatría biomédica, basada en las clasificaciones que ya están universalizadas: la de la Organización Mundial de la Salud, el CIE 11, de 2019, y el mencionado DSM V, de 2013 (utilizado en todo el continente americano y en menor medida en Europa, África, Asia u Oceanía).

La globalización de los saberes lleva a que la OMS, con un discurso sanitarista, sea la rectora en el campo de las ciencias de la salud. En lo tocante a salud mental, también; aunque allí igualmente tiene una gran presencia el manual de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos, el DSM (ligado a la gran industria farmacéutica).

Esas perspectivas apuntan a homogenizar las prácticas sanitarias en todo el orbe. Sucede que en el campo de los malestares psíquicos la situación es más compleja, porque no hay un saber único, rector. Para la Psicología transcultural y su pretensión de desarrollar marcos con pertinencia cultural, los esquemas globales son sentidos como “imposición occidental”.

Sin dudas, eso funciona así: no es ninguna novedad que Occidente (primero Europa, luego Estados Unidos, básicamente el discurso anglosajón) marca el mundo moderno, imponiendo sus pautas (porque desde el Renacimiento en adelante ha dominado el mundo, en general a base de invasiones y cañones).

Hoy día una de las palabras más utilizadas en el mundo Psi es “estrés”, tomada del inglés “stress” (tensión). Sobran términos en idioma español para significar ese estado, pero la influencia del Norte cubre todo nuestro ámbito académico. De ahí que surjan voces denunciando la situación.

Sin embargo, queda como agenda pendiente desarrollar una Psicología propiamente latinoamericana, o africana, u oriental. Sigue faltando allí una teoría contundente que vaya más allá del ámbito de la consciencia, si bien se reconoce la palabra como el instrumento idóneo para abordar los malestares “del alma”.

Se pide una Psicología, por ejemplo, latinoamericana, o africana. ¿La hay? ¿Puede suceder eso con otras prácticas científicas? ¿Hay una Química o una Mineralogía, una Matemática o una Ingeniería genética con ese color geográfico?

De momento no se ha ido más allá del pedido, de la reivindicación, importante sin duda como acción política contra la hegemonía occidental que avasalla el mundo. La cuestión está en cómo construir esa Psicología. O, quizá, en plantearse hasta qué punto ello es pertinente.

En este momento, lo formulado por el Psicoanálisis en cuanto a la formación del sujeto como producto de esa historia subjetiva que nos hace ser o normales neuróticos, o “locos” psicóticos o transgresores de toda laya, es decir: nos constituye en una estructura que regirá toda nuestra vida, parece lo más idóneo para entender el malestar psíquico. Y consecuentemente, darle una respuesta positiva.

Sin poder dar cuenta teórica de por qué sucede, muchos practicantes de la Medicina, en cualquiera parte del mundo y en cualquier de sus formas (alopática u homeopática), con título universitario o como actores empíricos (curanderos, shamanes, comadronas, etc.) descubren que el permitir hablar de las dolencias a quienes las sufren, alivia, cura.

La Psicología que se va robotizando prescinde de esta visión, enfocándose más en los procesos físico-químicos del cerebro, acorde al discurso hegemónico dominante. De todos modos, la palabra sigue siendo el vehículo más pertinente para atender los problemas anímicos.

Fue el Psicoanálisis quien pudo teorizar y formular en conceptos (¡aunque no se puedan “demostrar” en el laboratorio!) el porqué de ese mecanismo: si son palabras las que nos “hacen”, nos “construyen” como sujetos en términos psicológicos (la historia subjetiva personal de cada quien, única e irrepetible), son también palabras las que podrán permitir desandar esa historia y procesarla de un modo que nos libre de los malestares.

La teoría psicoanalítica llevó eso a la categoría de conceptos operativos. Un médico “de viejo estilo”, que sabe escuchar a sus pacientes, o el curandero que también sabe escuchar, sin saberlo teóricamente, ponen en práctica lo que el Psicoanálisis descubre y teoriza con rigor sistemático: “La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas” (Freud).

Citando a Juan David Nasio podremos decir que “¡Sí, el psicoanálisis cura! Evidentemente ningún paciente se cura completamente, y el psicoanálisis, como todo remedio, no cura a todos los pacientes ni cura de manera definitiva. Siempre quedará una parte de sufrimiento, una parte irreductible, inherente a la vida, necesario a la vida. Vivir sin sufrimiento no es vivir. (…) Una precisión con respecto a la palabra “curar”. Habitualmente “estar curado” significa haber superado una enfermedad.

Por supuesto, la mayor parte de nuestros pacientes no están enfermos en el sentido médico del término, sufren por estar en conflicto consigo mismos y con los demás. Justamente, es ese conflicto interior y relacional lo que el psicoanálisis intenta hacer desaparecer.

En suma, y desde el punto de vista psicoanalítico, uno está curado cuando consigue amarse tal cual es, cuando llega a ser más tolerante consigo mismo y, por lo tanto, más tolerante con el entorno cercano” (Nasio: 2017). De todos modos, lo que sí puede constatarse en el mundo globalizado actual, de cuño capitalista, la velocidad manda (“El tiempo es oro”, puede llegar a decirse).

Los tratamientos “del alma” se busca que sean rápidos, de pocas consultas; desvincular del mundo productivo-consumista a una persona por mucho tiempo no es rentable (para quienes manejan el mundo, se entiende: las grandes empresas lucrativas).

Por eso la tranquilidad sin apuro del hablar, de priorizar la palabra tranquilizadora sobre la tomografía o el algoritmo que “todo lo sabe”, no es lo buscado. Por el contrario, se prioriza la medicación, o las técnicas de readaptación.

En esa vorágine del mundo capitalista urbanizado e hiper tecnológico, plantear tratamientos largos no parece lo más “recomendable”. Pero no debe aceptarse tan fácilmente la idea de que el Psicoanálisis es algo muy largo, excesivamente largo, que lleva mucho tiempo, años.

Indudablemente, si se trata de hacer la experiencia del inconsciente y arribar a una cura (fin de análisis, atravesamiento del fantasma, como diríamos en vocabulario lacaniano), eso lleva un tiempo, que tal vez no resulte ni largo, ni corto, sino el suficiente. Pero también es cierto y debe contemplarse, que la gran mayoría de las veces, sujetos sufrientes, que padecen, desesperados, encuentran alivio en la cura por las palabras, y a veces en pocas semanas salen de un difícil atolladero o resuelven cuestiones trascendentes, incluso la angustia.

Es decir que si bien se propone un trayecto en la vida de un sujeto con el horizonte de la cura, esto no quita la eficacia de la clínica psicoanalítica en términos que disponerse a escuchar cada sufrimiento singular, intervenir allí, responsabilizar al sujeto e invitarlo a que ponga en marcha todos sus recursos simbólicos, es algo que produce efectos en cada sesión y desde la primera sesión.

Un campo donde sí, efectivamente, la Psicología ha tenido un gran desarrollo es en lo tocante al abordaje de las multitudes, en el manejo/manipulación de grandes masas humanas. Ahí nadie lo discute, ni se discute su “cientificidadlibro”.

Esa práctica abre un interrogante no tanto sobre su pertinencia epistemológica sino sobre su calidad ética. Lo dicho en su momento por Edward Bernays dio lugar –inicialmente en Estados Unidos, desplegado luego por todo el mundo– a profundizaciones en ese ámbito, llegándose a una Psicología militar donde no se oculta, en absoluto, que un saber riguroso se pone al servicio de claros intereses económico-políticos.

El manejo de grandes masas (publicidad comercial, propaganda ideológico-cultural) constituye definitivamente un logro, un gran impacto. Los efectos de esa Psicología son innegables. Lo preconizado por el Ministro de Propaganda del régimen nazi hace un siglo atrás, Joseph Goebbels (“Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad”), se consustancia completamente con esta forma de desarrollar la Psicología.

Para concluir

Este modesto escrito no pretende ser un riguroso estudio sistemático de la realidad de la Psicología en todo el mundo. Es, en todo caso, un breve ensayo que no busca hacer pronósticos de futuro, sino que intenta ver líneas generales de hacia dónde se dirige esta particular ciencia llamada Psicología, evidenciando consternación –¿por qué ocultarlo?– ante los caminos que está tomando.

Todo indica que el discurso y la ideología capitalistas, más aún en su actual versión neoliberal (capitalismo salvaje, sin anestesia), alientan buena parte de las intervenciones que caen bajo su denominación. Muchas de las acciones que hacen los profesionales de la materia tienen una clara orientación pro sistema, en tanto ayudan a mantener y/o reforzar el statu quo actual.

La dispersión de escuelas, enfoques, tendencias y modalidades que existe es tan grande que se hace imposible hablar de “la” Psicología.

Una variedad de intervenciones tan diversa cae bajo su paraguas que, en términos de descripción de la situación, sería más pertinente hablar de “las Psicologías”.

Incluiría eso todo lo que la academia elabora como saber sistemático, más las prácticas tradicionales existentes en diversas latitudes del planeta que, de un modo u otro, se ubican también bajo esa denominación, aunque de hecho no reciban ese nombre, siempre ligadas a la atención del malestar anímico (que, indefectiblemente, está entre todos los seres humanos. “Malestar en la cultura”, alertaba Freud).

Ubicada en el campo de las ciencias sociales, su inspiración cada vez está más cerca del positivismo ligado a la Biología o las ciencias médicas que a planteamientos con contenido social-antropológico, solidarios del pensamiento crítico.

Su metodología se fascina con el laboratorio y la experimentación, encontrando ahí su referente fundamental, obnubilada con el criterio de rigor científico que otorgan las hoy conocidas como Neurociencias.

La modalidad que ha ido tomando la Psicología al considerarse ciencia se ha hecho desde los parámetros dominantes en este aspecto, es decir: los modelos surgidos en Occidente (Europa y luego Estados Unidos).

Los distintos saberes científicos del campo físico tienen una pretensión de universalidad. No sucede exactamente así con el ámbito social-humanístico.

En Psicología se polariza más aún la situación. La formación académica de las y los psicólogos en todo el mundo asienta en modelos occidentales, repitiendo de algún modo esa abigarrada dispersión de enfoques, priorizando en términos generales 1) un abordaje clínico o 2) una técnica de trabajo con grandes grupos o masas. A esa universalización del saber psicológico se le oponen llamados a desarrollar Psicologías con características regionales: latinoamericana, africana, hindú, japonesa.

Más allá de ese pedido, tomando distancia del colonialismo cultural que ha impuesto el Occidente industrializado, esa Psicología transcultural no ha podido desarrollar hasta ahora una teoría propia con raigambre autóctona.

En términos generales, no presenta un planteo teórico en torno al sujeto que le sea propio, estableciendo conceptos fundamentales que abran un campo novedoso en los saberes.

La única teoría que se mueve en esa dirección es el Psicoanálisis. De hecho, la formulación de un sujeto no explicado solo en términos biológicos sino construido a partir de su ingreso a la cultura (lo que Freud denominó “complejo de Edipo” y Lacan perfeccionó/amplió con los tres tiempos en que el mismo se despliega, enfatizando los conceptos articuladores de falo y castración) se muestra fecunda para entender la subjetividad del sujeto, y consecuentemente poder operar con mayor éxito sobre él.

De todos modos, el peso de la ideología racionalista tradicional y el negocio capitalista (manejo de personal eufemísticamente llamado Talento Humano, manejo de masas, venta de psicofármacos, Psicología positiva centrada en los aspectos conscientes) no le ha permitido expandirse, dejándolo siempre en un rincón de marginalidad.

Si bien en algunos países corre mejor suerte, en general en todo el mundo no está en plena expansión. Al contrario, las Neurociencias le arrebatan cada vez más su grupo-objetivo, condenándolo por “anticientífico”, charlatanería barata, pansexualista.

La idea de una Psicología para la liberación no prosperó, porque la liberación social (la transformación política revolucionaria de las estructuras económico-sociales vigentes basadas en la explotación de las grandes mayorías populares) no puede darse a partir de una determinada práctica científica (la Psicología o cualquier otra ciencia) sino a partir de la práctica política de los pueblos.

La única liberación posible en el ámbito personal la puede otorgar el ejercicio clínico del Psicoanálisis, pero las Psicologías de la “caricia” y la medicalización psiquiátrica crecientes le obturan su desarrollo. La población, por diversos motivos, termina buscando mucho más esos caminos y no la clínica psicoanalítica, bastante demonizada desde prejuicios invalidantes en el campo de la salud.

El abrazo tierno y la promesa de felicidad que ofrecen las Psicologías no asustan, no duelen; el bucear en la propia historia para encontrar y procesar los límites en tanto pasos imprescindible para la curación, sí.

La Psicología clínica que se va imponiendo mundialmente busca tratamientos rápidos, efectistas, centrados básicamente en la desaparición de síntomas y en la pronta reincorporación del sujeto padeciente a la normalidad convencional, con una fuerte presencia de la ideología biomédica y psiquiátrica apoyada en la “rigurosidad” de las Neurociencias.

Planteos como el Psicoanálisis, que buscan desentrañar causas profundas de las afecciones para lo que se hace necesarios tratamientos prolongados, ocupan un lugar marginal, sin que se vislumbre la posibilidad de su crecimiento.

Las políticas públicas de salud mental se muestran psiquiatrizadas y no ponen el acento en la prevención, entendida como la posibilidad de hablar de los problemas, rompiendo mitos y prejuicios (única “prevención” posible en el campo de la salud mental, dado que no se puede prevenir el conflicto, el malestar intrínseco a la condición humana).

La Psicología, en términos generales, es arrastrada por esta tendencia a la dulcificación, a ser una “técnica de readaptación”.

Tal como van las cosas, todo indica que la Psicología, aún con esa dispersión enorme de escuelas y tendencias, se encamina cada vez más a ser una técnica a) de reeducación/adaptación (en lo individual) o b) de manejo de multitudes en los ámbitos sociales como la publicidad, la formación de opinión pública y el desarrollo de neuroarmas (armas que sirven para influir directamente sobre la conducta humana a través de la alteración de funciones del sistema nervioso central, manipulando procesos cognitivos y emocionales, influyendo abiertamente sobre ciertas capacidades humanas tales como la percepción, el razonamiento, los valores éticos o la tolerancia al dolor). O c) un mecanismo de control del personal asalariado, dándose el ampuloso nombre de “organizacional”.

La tendencia general de la Psicología no parece estar sirviendo para ninguna liberación sino para profundizar la opresión. Ojalá esta ciencia, o práctica, sirviera para ayudar a producir emancipaciones; de todos modos, como vemos que van las cosas en este ámbito, eso no parece muy posible. Los procesos de liberación social siguen pasando indefectiblemente por la práctica política.

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Marcelo Colussi es colaborador habitual de la Revista RafTulum

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Guatemala: ¿Estamos ante una “nueva primavera”? Por; Marcelo Colussi

 

 

 

Guatemala: ¿Estamos ante una “nueva primavera”?

 

Marcelo Colussi

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Definitivamente el campo popular ha perdido muchísimo en estos últimos años. Conforme con lo sucedido en todo el mundo, el triunfo de los planes neoliberales y el anticomunismo feroz que nos dejó la primera Guerra Fría (ya estamos viviendo la segunda), los avances y conquistas de los de a pie retrocedieron en forma fenomenal.

En Guatemala, si bien después de la Firma de la Paz en 1996 se habían abierto algunas tímidas esperanzas de cambio, con las últimas administraciones presidenciales (Otto Pérez Molina, Jimmy Morales, Alejandro Giammattei) esos mínimos avances desaparecieron completamente.

La actuación de la Cicig durante un corto período de tiempo (cuando así lo determinó Washington, solo a su conveniencia) marcó un momento de “respiro” en la sociedad, porque se sentía que se actuaba contra la corrupción galopante que se había instalado. No debe olvidarse al respecto, tal como dijo uno de los apresados por esa cruzada anticorrupción que se desató en el 2015, que se detuvo a la Línea 1, pero jamás se tocó -ni parece que se vaya a tocar nunca- a la Línea 2.

Desde ese entonces, la corrupción pasó a ser, en términos mediáticos, el problema principal del país. Los “malos de la película” fueron los mandatarios venales que, con sus robos y fechorías, “empobrecen al pueblo”. Verdad a medias.

La corrupción existe, sin dudas, pero es efecto de un sistema basado en la explotación de las grandes mayorías trabajadoras al que llamamos “capitalismo”. Los hechos corruptos, que aparecen en todos los gobiernos del mundo, en el Norte próspero y en el Sur empobrecido, no son la real causa de las penurias de las poblaciones: es la forma en que se distribuye la riqueza.

Esos funcionarios corruptos, que se mueven con características delincuenciales -¿qué diferencia sustancial hay entre un ladrón de celulares, un pandillero que pide extorsión o un político robando un presupuesto público?- son producto de un sistema injusto en sus raíces. Esos funcionarios, que lo que menos parecen ser es “servidores públicos”, son una excrecencia dentro de un sistema en sí mismo perverso y corrupto.

De todos modos, desde hace un tiempo el llamado Pacto de Corruptos (clase política impresentable, crimen organizado, cierto empresariado voraz) ha ido copando todas las estructuras del Estado, asegurándose un clima de completa impunidad para sus oscuros negociados, manejados como mafias al peor estilo de Al Capone. Para la presente elección contaban con que repetían un triunfo en la presidencia, afianzando y profundizando una sangría a los recursos públicos de forma inmoral. Pero la población reaccionó. El voto popular dijo no a esa avanzada gangsteril, dando como ganador a una propuesta renovadora: el Movimiento Semilla.

Definitivamente, el triunfo de Bernardo Arévalo constituye una bocanada de aire fresco en una atmósfera irrespirable como la que se tenía en el país últimamente, con grupos mafiosos manejando los gobiernos (nacional y municipales) con criterios de banda delincuencial, con un tufillo que apestaba y que llevó a la población a decir “basta”.

En el medio de la desazón generalizada que se vivía, con abusos de poder por parte del gobierno rayanos ya en el autoritarismo de una dictadura disfrazada de democracia, la aparición de Semilla es una buena noticia. Ahora bien: ¿qué se puede esperar realmente de este nuevo gobierno a partir de enero del 2024? Seamos realistas sin perder la dimensión en el análisis. Tan bochornoso era el clima imperante que una propuesta de reforma quiere verse como una “nueva primavera” (remedando así la “primavera democrática” de 1944). Ojalá lo sea, pero todo indica que no deberíamos hacernos especiales expectativas.

Esto no es un llamado al derrotismo, sino al realismo. Las propuestas del Movimiento Semilla, surgidas a partir de las movilizaciones anticorrupción del 2015, no representan en realidad proyectos de transformación social. Se centran básicamente en un esquema de transparentización de la función pública, intentando eliminar la corrupción. Pero es sabido que esas estructuras enquistadas en el Estado desde hace décadas, harán lo imposible por resistir. De hecho, en el Congreso no tiene mayoría, y el gobierno será una disputa permanente contra los poderes más oscuros.

En este momento, recién transcurridas las elecciones, se puede vivir un clima de euforia, sintiéndose el triunfo del Movimiento Semilla como un auténtico avance popular. En un sentido, muy limitadamente, lo es: la población votante no se dejó embaucar y dijo “no” al Pacto de Corruptos. Pero ¡cuidado!: tengamos bien en cuenta qué representa haber ganado el Poder Ejecutivo. Desde la casa presidencial se podrán impulsar cambios, sabiendo que los verdaderos factores de poder no quieren cambios sustanciales.

El nuevo gobierno, si es que llega asumir sin contratiempos el próximo 14 de enero, se las verá difícil. Ante todo, debemos estar preparados para todo tipo de juego sucio en estos meses, previéndose que las mafias enquistadas en el Estado puedan hacer cualquier cosa para no perder espacio. La lucha, por tanto, será ardua.

Por otro lado -y quizá esto es lo fundamental- el Movimiento Semilla no trae un proyecto revolucionario. Las acusaciones de la derecha más troglodita ahí están presentes, preparando el camino para neutralizarlo. Como se ha leído en las redes sociales: “Arévalo y seguidores apoyan el aborto, la mariquitación social mal llamada inclusión, la pérdida de valores, la desintegración de la familia, la legalización de las drogas, el aumento del gasto público, el incremento del populismo y el nepotismo y la eliminación del ejército. Buscan hacer de Guatemala una Venezuela”.

Para tomar distancia de todo esto Semilla aclaró, casi con vehemencia, que “no es comunista”, que no habrá expropiaciones ni cosas por el estilo. La embajada de Estados Unidos y ciertos grupos económicos de los más poderosos del país le dan su beneplácito, lo cual indica por dónde podrá transitar próximamente. Revolución socialista a la vista: no. Eso está claro. Por tanto, las expectativas de mejora económica para las grandes masas seguramente no podrán cumplirse; eso sirve a la derecha para mostrar que “las izquierdas en el poder son inoperantes”.

Apoyemos el clima de cambio, pero no esperemos maravillas allí donde no puede haberlas. Terminar con la corrupción -si eso fuera posible- es loable; pero eso no barre con las injusticias de base. No olvidarlo.

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“USA intenta controlar recursos acuáticos de los países soberanos”, Por Jorge Sánchez

 

 

 

 

 

 

 

 

USA intenta controlar recursos acuáticos de los países soberanos

Por Jorge Sánchez.

En nuestro mundo los países siempre lucharon y siguen luchando por el derecho de controlar y utilizar los recursos naturales. Recientemente, el petróleo con sus reservas no exploradas se unió a la competición. La mayor parte de la gente está convencida de que el petróleo es el recurso más valioso de nuestra tierra.

Lo curioso es que se olvida que desde los tiempos antiguos la lucha es abiertamente por el agua. Hoy dicha confrontación es discreta, pasa al nivel diplomático. Los políticos previsores ya saben que para el 2030 millones de personas se quedarán sin acceso a servicios de agua potable.

El agua como un recurso se agota por el crecimiento de la población.

Se entiende mejor la gravedad del problema cuando unos países consideran el escaso del agua como amenaza directa a su seguridad nacional. Por ejemplo, a principios de junio de 2022 la vicepresidente estadounidense Kamala Harris declaró que la mayor parte de los intereses nacionales estadounidenses está vinculada directamente con el nivel suficiente del agua. Se trata sobre aguas dulces y superficiales entre otras.

En su discurso Harris presentó El Plan de Acción de la Casa Blanca sobre Seguridad Hídrica Global según el cual Washington debe jugar uno de los papeles principales en resolver el problema mencionado por amenaza global a su seguridad nacional.

Ilustración 1. Washington debe jugar uno de los papeles principales en resolver el problema mencionado por amenaza global a su seguridad nacional

En otro documento gubernamental (Estrategia Global del Agua de Los Estados Unidos 2022-2027, U.S. Goverment Global Water Strategy 2022-2027) están plasmadas ambiciones concretas de encabezar el proceso de distribución de recursos acuáticos y su control total.

Globalmente Washington pretende mejorar la salud, prosperidad, estabilidad y asegurar el acceso a servicios de agua potable para todos. En particular, entre todos los objetivos declarados está previsto reforzar la gobernanza del sector del agua y saneamiento.

Además, anticipar y reducir los conflictos y la fragilidad relacionados con el agua (Starategic Objective 4: Anticipate and Reduce Conflict and Fragility Related to Water).

Para cumplir dichas tareas globales está prevista la participación estadounidense en todos los procesos de control y gobernanza, incluso si acontecen en los países extranjeros. Lo que es aún más interesante es la selección del país que podría recibir la ayuda de la Casa Blanca.

Según el documento, el gobierno estadounidense debe centrar sus inversiones y actividades en las zonas geográficas donde la participación estadounidense corresponde de la mejor manera a sus intereses nacionales.

Entre otras cuestiones ambiciosas Estados Unidos ofrece desarrollar órganos subnacionales que trabajarán juntos en la gobernanza de aguas. Se destaca que los organismos locales y su política son débiles en el marco del manejo.

Además, por el agotamiento de recursos aumenta la cantidad de conflictos entre los países por el manejo de aguas comunes. Según Washington, se puede evitar tales confrontaciones mediante acuerdos de gobernanza común.

Si dejamos a un lado el lenguaje diplomático se trata de la primera etapa de intervención discreta por parte de Estados Unidos.

Ilustración 2. Organismos locales y su política son débiles en el marco del mando

Entonces, el objetivo principal de EEUU es minimizar los conflictos vinculados con el agua. Una de las soluciones ofrecidas no oficialmente es convertir los recursos acuáticos de un estado soberano en bienes comunes accesibles para todos. Se necesita emprender reformas institucionales adaptadas al contexto para la administración pública de las masas de agua que la reconozcan en las infraestructuras relacionadas como bienes comunes Así el capitalismo juega al socialismo.

Diferentes entidades y organismos llevan a cabo su actividad para lograr los objetivos mencionados. El ministerio de defensa también está en esas filas.

Recientemente, el Centro global de la seguridad de agua de la Universidad de Alabama informó que se lanza una cooperación estrecha entre el Centro y el Pentágono en los marcos de pronosticar amenazas a la seguridad nacional.

El punto final de esa actividad estadounidense es el cumplimiento de sus objetivos nacionales. Pero ¿cómo puede llevar a cabo su política en la palestra internacional?

La respuesta exacta la ha dado el encargado especial del presidente estadounidense para el Medio Ambiente, John Kerry. El político anunció que la Casa Blanca posee medidas diplomáticas y represivas para que otros países sigan la política contra el cambio climático.

En los marcos de la defensa del clima y el agua Estados Unidos puede intervenir en la política interior de los países extranjeros e incluso corregirla por motivos ecológicos.

Ya en marzo de 2022 el secretario de Estado, Antony Blinken, instó a los países a actuar para fortalecer la seguridad del agua para todos. Los funcionarios y los medios estadounidenses empezaron a popularizar la idea según la cual un país no posee sus recursos acuáticos, solo son bienes comunes.

A modo de ejemplo: Si en EEUU no quedara agua dulce la Casa Blanca tiene derecho a utilizar y sacar los recursos brasileños o mexicanos. En lugar de comprarlos podría utilizarlos como bienes comunes.

Aparece una pregunta lógica ¿por qué deben Brasil o México ir contra sus intereses y ceder paso a los estadounidenses? Cada país tiene sus propios ríos, lagos y en algunos casos mares. Cada estado tiene obligación de guardar sus recursos y no cederlos a otros países.

Actualmente el gobierno estadounidense intenta tomar bajo su control parcial los recursos acuáticos de los países más pobres de América Latina.

Cualquier estadística mundial asegura que dicha región tiene agua de baja calidad. En unos casos, la población no tiene acceso a agua dulce o potable. Son las condiciones perfectas para que EEUU se erija como hermano mayor para América Latina.

Aunque el precio de esa hermandad pudiera ser costoso y dejarte sin control y soberanía de tus propios recursos acuáticos.

Jorge Sánchez.

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“¿Quién gana la guerra de Ucrania?”, Por Marcelo Colussi

 

 

¿Quién gana en la guerra de Ucrania?

 

Marcelo Colussi 

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En la guerra no hay ganadores, falso, en la guerra hay claros ganadores.  Alejandro Marcó del Pont

I

 Entre 1884 y 1885 en Berlín, Alemania, las potencias capitalistas europeas (entre las que se destacaban básicamente Gran Bretaña, Francia, Países Bajos, Bélgica, Alemania e Italia), más la presencia de Rusia, Estados Unidos y el Imperio Otomano, se dividieron el continente africano a su entera conveniencia. Por supuesto, ni un solo africano participó en la conferencia.

Hoy, casi un siglo y medio después, algo de eso se vuelve a dar. Hegel había dicho que “la historia se repite dos veces”, a lo que Marx agregó: “la primera como tragedia, la segunda como comedia”. En Ucrania ¿aplicará eso? El país está siendo dividido entre dos potencias: una que manda al sur y el este, ahora ya territorio ruso, y el resto en virtuales manos de los grandes capitales occidentales, liderados por Estados Unidos, secundados por Gran Bretaña y la Unión Europea. Lo de “comedia” ¿será porque el presidente actual de Kiev es un comediante de profesión?

En esa ex república soviética se juega mucho. Es una guerra más de las tantas que se libran hoy día (más de 50 en todo el mundo, donde se necesitan armas que las grandes potencias fabrican y venden), pero tiene una significación especial: no solo por lo que sucede en el campo de batalla, sino por las implicancias políticas del enfrentamiento y sus consecuencias a mediano y largo plazo. Hoy, a casi un año y medio de comenzado el conflicto, queda más que claro que quienes combaten son Rusia y Estados Unidos/OTAN, participando como competidores directos -quienes ponen los muertos y heridos- la población ucraniana. Como en la Conferencia de Berlín, a los ucranianos no se les preguntó nada acerca de la guerra: simplemente se vieron envueltos en ella. ¿Se está repartiendo ya el país entre grandes poderes?

¿Cuál es el objetivo de esta guerra?, se preguntaba recientemente el presidente de Croacia, Zoran Milanović, respondiéndose en un llamativo acto de honestidad:

¿Derrotar a una superpotencia nuclear luchando en sus fronteras? ¿Se puede derrotar a un Estado así con armas convencionales? Los rusos tienen ventaja en munición, artillería, tienen números ilimitados. (…) Los occidentales que ayer eran pacifistas y activistas por la paz, ahora quieren beber sangre ajena.

Es profundamente inmoral lo que estamos haciendo como Occidente colectivo”. En este enfrentamiento se está jugando la recomposición a escala planetaria de los poderes dominantes: Estados Unidos no quiere por nada del mundo perder su sitial de honor, el que mantuvo como superpotencia hegemónica durante el siglo XX, mientras nuevos poderes -Rusia y China en lo fundamental, con una nueva arquitectura económica asentada en los emergentes BRICS desmarcándose del área-dólar- comienzan a dibujar una nueva multipolaridad.

Europa va quedando como furgón de cola de Washington, y la población europea no sale de su anonadamiento, siendo llevada a una autoflagelación de la que, pareciera, no puede reaccionar. Durante la guerra de Vietnam, enormes cantidades de estadounidenses protestaban contra esa masacre; ahora muy pocos europeos protestan por lo de Ucrania. Antes bien, son llevados -demencialmente- por una rusofobia enloquecida a un posición tragicómica: está prohibido escuchar música de Tchaikovski o leer a Dostoievski… “El sueño de la razón produce monstruos”, alertaba Francisco de Goya y Lucientes.

En una viñeta de humor gráfico (ahora rebautizadas “memes”) que circula por las redes, se aprecia la foto de Saddam Hussein con la leyenda: “El imperialismo le dio armas, luego le pasó factura”. Otro tanto se ve en una imagen de Mohammar Khadaffi, y así también con Osama bin Laden, para cerrar con la imagen de Zelenski, actual presidente “democrático” de Ucrania, con la pregunta: “¿Se repetirá la historia?” Quizá ahí puede verse lo de “comedia”, claro que a un precio altísimo.

II

 ¿Quién gana en esta guerra? Si el objetivo de Washington, utilizando a la Unión Europea y a la OTAN como sus instrumentos, era derrotar militarmente a Moscú en el campo de batalla, eso no se ha cumplido. Y nada indica que se vaya a cumplir.

En el siglo XIX no pudo Napoleón con sus ejércitos, en el XX no pudieron los nazis, ahora en el XXI tampoco parece poder el capitalismo occidental. La Federación Rusa, heredera del primer Estado obrero-campesino, la URSS, se muestra como una superpotencia en lo militar, guardándose la posibilidad de desplegar una guerra nuclear de sentirse peligrosamente amenazada.

La hiper militarización de Ucrania -que sigue recibiendo armamento, perdiendo a sus hijos en el campo de batalla y siendo bombardeada sin clemencia por el ejército ruso- no parece detenerse. La estrategia de la Casa Blanca puede llegar a ser demencial, porque -buscándolo a sabiendas o no- quizá termina precipitando el Armagedón, el holocausto termonuclear final.

Con criterio no tan enfermizo -¿quizá por eso le dieron un balazo en la cabeza?- John Kennedy había dicho:

Defendiendo nuestros propios intereses vitales, las potencias nucleares deben evitar sobre todo aquellos enfrentamientos que llevan a un adversario a elegir entre una retirada humillante o una guerra nuclear. Adoptar ese tipo de curso en la era nuclear sería solo evidencia de la bancarrota de nuestra política, o de un deseo colectivo de muerte para el mundo”.

Siguiendo ese razonamiento, quizá haya que darle la razón a Freud cuando pensaba que la humanidad no podrá sobreponerse a la fuerza incoercible de una pulsión de muerte que, tarde o temprano, nos llevaría a la autodestrucción. La “comedia”, en tal caso, la podríamos llegar a pagar la humanidad completa. Comedia macabra, por cierto.

Los capitales occidentales, capitaneados por Washington, han construido una matriz mediática rusofóbica de proporciones gigantescas. A ello se aúna una infame visión del mundo centrada en la defensa de la supuesta “libertad” y la “democracia” en contra del “autoritarismo”, para la ocasión representado por el presidente Vladimir Putin, o su homólogo chino Xi Jing pin, así como cualquier personaje que desafiara la supremacía del dólar (los citados Hussein, Khadaffi, los líderes iraníes, el mandatorio norcoreano Kim Jong-un, los hermanos Castro, Maduro, el fallecido Chávez). Lo cierto es que, en términos bélicos, Moscú está saliendo airoso de momento, y la tan esperada contraofensiva de primavera llevada adelante por Kiev, con todo el apoyo de la OTAN, no ha funcionado.

¿Quién gana entonces en la guerra? Tal como dice muy claramente Daniel Kersffeld:

En la guerra gana el capital. Valiéndose del conflicto con Rusia, el régimen de Volodímir Zelenski lleva adelante una brutal ofensiva en contra de los derechos laborales de los ucranianos. Organizaciones sindicales de todo el mundo están denunciando que el gobierno ucraniano apunta a crear un verdadero laboratorio neoliberal, con la menor cantidad posible de regulaciones laborales y con las mejores condiciones para que empresas privadas y grandes corporaciones puedan realizar enormes inversiones en el marco de la política de reconstrucción del país que actualmente se está promocionando en los países europeos y en los Estados Unidos.

En Ucrania ganan los capitales, como sucede siempre en el capitalismo. Y en todas las guerras de alto calibre que estamos viendo desde finales del siglo pasado, ya caído el bloque soviético, iniciándose con la de los Balcanes y el descuartizamiento de la ex Yugoslavia, se repite el mismo guión: el Occidente ¿civilizado? destruye impiadosamente un país, se lo apropia, y luego lo reconstruye. Pasó en Irak, en Libia, en Afganistán. Ya está pasando ahora en Ucrania. La Conferencia de Berlín parece seguir presente.

 La democracia y el “progreso” que los capitales occidentales, liderados siempre por Estados Unidos, se imponen en los países antes sojuzgados por “autocracias tiranas”, ahora liberadas, deja claros ganadores: “En 2014, Ucrania tuvo que comprometerse con una serie de medidas de austeridad a cambio de un paquete de rescate de 17.000 millones de dólares del FMI y un paquete de ayuda adicional de 3.500 millones de dólares del Banco Mundial. Estas medidas incluyeron la reducción de pensiones y salarios en el sector público, la reforma del suministro público de agua y energía, la privatización de los bancos y la modificación del sistema de IVA, pero además, la privatización de tierra que se llevará a cabo en este caso levantando la moratoria sobre la tierra y liberalizar su tenencia”, comenta Alejandro Marcó del Pont.

Por supuesto, los ganadores no son las poblaciones que han quedado violentadas por la guerra, ni sus gobiernos: ¡son los benditos y sacrosantos reconstructores! Rusia marcó la línea roja en el Donbass; ahí manda Moscú. En el resto del país, los “democráticos” occidentales, a través de una marioneta llamada Zelenski (¿se cumplirá la profecía del meme arriba citado?). La población ucraniana… ¿los extras de la comedia?

III

Recientemente se celebró en Londres (capital de un ex “civilizado” imperio que sigue manteniendo monarcas, igual que un milenio atrás… ¿Civilizado?) la II Conferencia para la Recuperación de Ucrania. Se reunieron allí autoridades gubernamentales, la gran banca privada occidental, organismos crediticios como el FMI y el BM, incluso “solidarias” ONG’s, todos para calcular los costos de la reconstrucción del destruido país eslavo.

De acuerdo al estimado hecho por el Banco Mundial, la Comisión Europea y Naciones Unidas, se necesitan 411,000 millones de dólares para dicha tarea. El gobierno ucraniano estimó que el costo total, en realidad, podría superar el billón de dólares. Pero ¿quién pagaría eso? Obviamente, la población ucraniana, contra quien se “lleva adelante una brutal ofensiva hacia sus derechos laborales”, como se citaba más arriba, para favorecer a quienes se cobrarán la factura de esa ¿ayuda?

¿Cómo se la cobrarán? Quedándose con los recursos petrolíferos y gasíferos, y con los 33 millones de hectáreas cultivables, el “granero de Europa”, que ya están pasando a ser propiedad de multinacionales occidentales dedicadas al agronegocio. Evidentemente, en la guerra sí ganan algunos.

Las poblaciones, por supuesto que no. Los fabricantes de armas, sin dudas son los primeros beneficiados. Y como vemos con esta nueva modalidad de destruir para luego reconstruir, los grandes capitales -Estados Unidos ante todo- también. Quedarnos con la idea que el Kremlin inició una “operación militar especial” para defender a la población rusohablante de las repúblicas del Donetsk y Lugansk es, en todo caso, parcial.

La operación es -imposible negarlo- una guerra abierta (100,000 muertos ya puso Ucrania) que sirve a Moscú para mostrar su músculo militar y demarcar zonas de influencia. El capitalismo ruso, ahora en expansión, también gana.

Si pudimos hablar de una nueva Conferencia de Berlín es porque, en esa novedosa arquitectura global que se está tejiendo, Rusia, que ya no es socialista, tiene aspiraciones de potencia económica-política y militar, tanto como las potencias capitalistas occidentales.

La guerra de Ucrania es la expresión del manotazo en la mesa que el Kremlin está dando para evidenciar que no quiere ser solo una “potencia regional”, como dijeron en la Casa Blanca, sino un poder con características globales, con una economía que crece -pese a las sanciones occidentales- y con poder de fuego que equipara la posibilidad de destrucción total de su archirrival Estados Unidos.

Su innegable fortaleza militar es su carta de presentación, en este momento más que su economía (China es, ante todo, una afrenta económica para el capitalismo occidental, y secundariamente una amenaza bélica).

En estos momentos Rusia, no hay que olvidarlo nunca, es un país capitalista, tanto como los occidentales contra quienes está combatiendo. Para muestra, solo como un indicador de ese perfil, baste ver lo sucedido con el grupo Wagner (que lleva ese nombre en honor al músico preferido de Adolf Hitler. ¿Y el ideario y la ética socialista, qué se hicieron?).

Tal agrupación, fundada en 2013 por el ex presidiario Yevgueni Prigozhin, ahora devenido multimillonario (preso por robo a mano armada en la década de los 80 -el socialismo, sin duda, no puede evitar la transgresión psicopática-), es un ejército privado similar a los que tiene también Estados Unidos (llamados “contratistas”), y otras potencias capitalistas europeas.

Ese grupo militar ruso, formado por mercenarios y convictos que cobran salarios de entre 3 y 4 mil dólares mensuales, tiene presencia en no menos de once países, fundamentalmente en África, donde brinda asistencia y entrenamiento a los ejércitos locales a cambio de acceso a reservas de oro y metales preciosos, muy ricos en ese continente. [Los contratistas de guerra] “no son sólo manzanas podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico. Este sistema depende del maridaje entre inmunidad e impunidad. Si el gobierno empezara a golpear a las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de crímenes de guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no sólo a título simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería tremendo. (…) La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien”, explica acertadamente Jeremy Scahill hablando de las empresas estadounidenses.

Eso vale para cualquier ejército mercenario. En la guerra, concebida en términos capitalistas, ¡por supuesto que hay ganadores!

En definitiva: capitalismo es capitalismo, sin importar si es ruso, canadiense, taiwanés, estadounidense, egipcio o peruano. “El capital no tiene patria”, digo un pensador decimonónico supuestamente superado hoy. Parece que eso, expresado 150 años atrás, sigue siendo muy vigente, no fue superado. Ucrania lo permite ver con sangrienta claridad.

Marcelo Colussi, es colaborador habitual de la Revista RafTulum.

“Ángeles y demonios”: Marcelo Colussi

 

 

 

Ángeles y demonios

 

Marcelo Colussi

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Reflexionar sobre si el ser humano es “bueno” o “malo” es un maniqueísmo simplista, casi pueril. Hoy día, con el desarrollo de las ciencias sociales, quedarse con esa visión espiritual-religiosa es, cuanto menos, ingenuo, cándido. Por no decir disparatado. La dinámica humana es infinitamente más compleja que esa simplificación.

Todas las civilizaciones, a lo largo de la historia, de algún modo se plantearon este problema ético; las respuestas fueron diversas, pero siempre se movieron en esta lógica binaria. Hoy podríamos decir que la cuestión se ve con ojos más abarcativos: el reduccionismo bipolar no alcanza para dar cuenta de esta situación, de nuestra humana condición.

Preguntarse si la presunta “maldad” es instintiva, de orden natural, nos lleva por callejones sin salida. La agresividad humana (la posibilidad de infringir daño a otro, cualquiera sea: físico, psicológico, moral, etc.) está siempre presente. Cualquiera, en nombre de lo que sea (ideales políticos, religiosos, etc.) puede empuñar un arma y matar a otro. O simplemente, puede participar de un espíritu colectivo que lo lleva a ser, por ejemplo, machista, o racista. La bondad suprema, inmaculada, encarnada en la figura de algún santo (¿madre Teresa de Calcuta?) no es sino fantasiosa elucubración, no más.

El psicoanálisis, aún a riesgo de ser considerado pesimista, abrió otro camino para dimensionar lo humano: ni buenos ni malos, en todo caso una intrincada combinación de amor y odio. “Mientras que la humanidad ha logrado continuos progresos en el sojuzgamiento de la naturaleza, y tiene derecho a esperar otros mayores, no se verifica con certeza un progreso semejante en la regulación de los asuntos humanos”, decía, quizá amarga, pero realísticamente, Freud.

Profundizando eso, Lacan verá la causa de la agresividad en las representaciones inconscientes que tenemos de nuestro propio cuerpo (imágenes de castración, descuartizamiento, dislocación corporal) generadas en el proceso de construcción del yo como imagen totalizante a partir de la imagen de otro.

Cuando nuestra madre nos hace creer que somos “el/la bebé más lindo/a del mundo”, quedan sentadas las bases para ese narcisismo primario que estará siempre listo para hacer explosión ante cualquier obstáculo que se le interponga. Por supuesto, no hay ningún bebé “más lindo del mundo”; pero ¡qué bello es creérnoslo! Siempre somos “los mejores” y el otro, que no es “tan bueno como yo”, rápidamente puede pasar a la categoría de enemigo.

Es por eso que, dadas las circunstancias -la agresividad siempre como telón de fondo- cualquiera puede ser el “malo de la película” a combatir. El otro distinto, el que no comulga conmigo, el que simplemente me contradice en algo, puede ser ya un motivo de discordia. Esa plataforma básica es la que permite, de acuerdo al contexto, que se lo elimine, lo neutralice, lo aborrezca.

Si esa plataforma es una condición de nuestra construcción -repitámoslo: construcción, no herencia genética-, todas y todos podemos ejercer (o ejercemos sin percatarnos de ello) una cuota de violencia. Nadie es esencialmente “bueno” o “malo”.

En todo caso, somos una compleja mezcla. “Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre… La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera”, se lamentaba Álvaro Mutis.

Podemos ir más allá y preguntarnos por las relaciones humanas en su totalidad a través de la historia: el esclavismo, los sacrificios humanos, el patriarcado, las recurrentes invasiones, las sistemáticas violaciones a mujeres, las torturas, la corrupción, las interminables luchas de poder, los asesinatos y toda esa larga cantidad de expresiones absolutamente humanas jalonan nuestro vivir.

No son obra de “locos enfermizos” sino elementos de nuestro paisaje social normal. Provocativamente podemos preguntar: ¿por qué el día que hubo un excedente en la producción ya con la agricultura, ese plus-producto no fue repartido igualitariamente entre todos los miembros del grupo, sino que dio lugar a la apropiación de algunos (primera clase social diferenciada) sobre una mayoría que quedó desposeída?

Eso permite dejarse llevar por la tentación de encontrar ahí una condición natural. Recontextualizándolo: ¿por qué fue tan fácil en la Unión Soviética, con propiedad estatal, volver al individualismo y la propiedad privada? ¿Acaso alberga en nosotros ese gen del egoísmo? “¿Cómo transformar entonces a los seres humanos sin utilizar la compulsión coercitiva?”, se preguntaba Freud al ver la Revolución Bolchevique de 1917, entendiendo que en ese “ensayo de un experimento social” se podía generar un sujeto nuevo. Su respuesta fue lacónica: “No sé”.

Esa es la gran pregunta: ¿es posible crear un sujeto nuevo, distinto del actual? “¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?”, se preguntaba Voltaire en la Francia dieciochesca.

Similar pregunta podríamos hacernos hoy, en el país galo o en cualquier rincón del planeta. Los humanos, a veces somos “buenos”, solidarios y generosos. Y muchísimas veces no (insistamos: todos podemos ser machistas y/o racistas, que son otras tantas formas de ejercer violencia, aunque no usemos armas y nos sintamos “correctos”). Dar limosna puede parecer muy altruista, pero ¿no es una forma descarnadamente patética de inferiorizar a quien la recibe?

El socialismo, en tanto esperanza de un mundo mejor, parte de un supuesto: hay que construir el “hombre nuevo”. Menuda tarea. Freud no sabía cómo hacerlo. Tal vez nadie lo sepa, y eso haya que ir descubriéndolo en la marcha. La idea de propiedad privada, por ejemplo, de la que se desprende el patriarcado, nació en algún momento.

Por tanto, podrá desaparecer. El experimento socialista a eso apunta: a cambiar todo. En el primer momento de la Revolución Rusa -momento de gran florecimiento cultural, de debates, de creación de novedades y revisión de ancestrales prejuicios- se comenzó a caminar esa senda.

Las granjas colectivas (koljoses) -de las que los kibutz israelitas de antaño son un ejemplo- marcaron un camino: sitios donde hay solo una colectividad sin dueños y los niños se crían colectivamente.

Es posible buscar algo que supere el sujeto que conocemos. Hoy palmariamente enseña la realidad que en la izquierda -el fermento de cambio de la humanidad- también siguen repitiéndose muchas de las características que señalaba Voltaire. Sin dudas, queda mucho camino por recorrer. Paraíso no habrá en ningún lado, pero sí una mundo menos asimétrico y despiadado que el actual. ¿Quién dijo que el cambio es fácil?

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Marcelo Colussi es colaborador habitual de la Revista RafTulum

 


¿Por qué las industrias extractivas son un problema? Por Marcelo Colussi

¿Por qué las industrias extractivas son un problema?

 

Marcelo Colussi

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Los seres humanos, en tanto materia viva, necesitamos asegurar nuestra existencia día a día. Para ellos tenemos imperiosa necesidad de 1) absorber nutrientes (agua potable y alimentos) y 2) generar energía. Ambas cosas son vitales, imprescindibles. ¿Por qué entonces las llamadas industrias extractivas, ligadas a la generación energética, causan tanto daño produciendo tanta conflictividad social y siendo tan resistidas por las poblaciones? Por la forma en que operan.

Hablar de políticas energéticas es hablar de industrias extractivas, es decir, de actividades relacionadas con la obtención de recursos naturales por extracción del subsuelo vinculadas con la generación de energía. Caben allí actividades como la industria del petróleo, del gas, del aprovechamiento del agua (centrales hidroeléctricas) y la minería. Hoy podría agregarse la producción de biomasa destinada a la generación de carburantes (etanol, reemplazo de la gasolina) a partir de la palma africana, la caña de azúcar y el maíz.

Algunas de estas actividades extractivas son muy antiguas, como la minería (presente ya hace 40,000 años, con la búsqueda de hematita). Desde los inicios de la explotación del cobre, hace 9,000 años, hasta la de los elementos hoy llamados estratégicos (coltán, niobio, iridio, torio, litio, etc.), la historia de la humanidad va de la mano de la minería. En realidad, la minería propiamente dicha no es el problema, sino la forma en que el modo de producción capitalista la alienta.

En Guatemala, estas operaciones extractivas (centrales hidroeléctricas, minería, cultivos extensivos para obtención de agrocombustibles) constituyen hoy uno de los principales conflictos abiertos en términos político-sociales, dada la forma en que se desarrollan desde los parámetros capitalistas.

Teniendo en cuenta que se realizan en territorios donde habitan los pueblos de origen maya, para los habitantes de esas regiones la llegada de estas iniciativas no representa una buena noticia. Por el contrario, son un peligro inminente. ¿Por qué? Por las características con que esa industria extractiva, dada por capitales multinacionales asociados a veces a grandes capitales nacionales, se ha comportado.

De hecho, producen el despojo de territorios ancestrales de los pueblos originarios, sitios que han habitado por siglos, con argucias legales o por la fuerza bruta con abierta represión. Los movimientos campesino-indígenas allí asentados (fenómeno que se da similarmente en toda Latinoamérica) protestan por ese despojo, por lo que hoy representan una de las principales afrentas al sistema capitalista dominante.

La lucha de clases, que sigue siendo el motor de la historia, se expresa hoy, entre otras cosas, a través de ese conflicto. “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”, dijo el archimillonario financista estadounidense Warren Buffett.

Además, esas industrias son altamente contaminantes, agresivas para el medio ambiente, al menos en la forma en que se vienen realizando: dejan sin agua o sin tierra cultivable a los pueblos originarios, lanzan desechos químicos tóxicos que contaminan mortalmente flora y fauna (y que también atentan contra la vida humana), crean problemas que nunca solucionan más allá de promesas y destruyen el equilibrio natural.

Quizá sin representar una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX), estos movimientos de protesta representan un freno, o al menos una molestia, para los intereses del gran capital transnacional y los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa antisistémica, una llama que se sigue levantando, que eventualmente puede crecer y encender más llamas.

De hecho, en el informe Tendencias globales 2020: cartografía del futuro global, del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas […]. Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización […] que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo”. Es obvio que a Washington le preocupa. Cualquier cosa que suene a posible desestabilización del statu quo enciende sus alarmas.

Su apreciación geoestratégica no se equivocaba: puede verse claramente en Guatemala -y en otros países de la región- que estos movimientos indígena-campesinos constituyen una fuerte lucha contra toda la industria extractiva, vivida como invasión, como exterminio. La respuesta del Estado, defensor de los capitales (nacionales y multinacionales) y juez nada ecuánime entre todas las partes -contrariamente a lo que se pregona-, es la abierta represión.

En muchos casos los despojos de tierras ancestrales son hechos por la misma policía o el mismo ejército, instituciones estatales pagadas con los impuestos de toda la población. Ahora la situación se pone peor aún para los sectores populares, pues se repiten modalidades que se dieron en los peores años de la guerra contrainsurgente: desapariciones, amenazas veladas y abiertas, asesinatos selectivos de líderes comunitarios…, todas ellas acompañadas de la criminalización de las luchas campesinas.

Ahí está el caso emblemático de Bernardo Caal, líder campesino que pagó con cárcel la “osadía” de protestar contra una empresa hidroeléctrica.

El problema no es la minería ni la producción de energía: ¡el problema es el sistema económico-social vigente, depredador, que destruye impunemente el medio ambiente, solo para mantener su tasa de ganancia! Las industrias extractivas representan una muestra de los nuevos modelos de acumulación por desposesión que el voraz sistema impulsa. No debe olvidarse que si continúa la explotación inmisericorde de este modo, el planeta se acaba, y los que nos dañamos somos nosotros y nosotras, seres humanos, las grandes mayorías de a pie a las que nunca se nos consulta sobre estos proyectos.

Marcelo Colussi, es colaborador habitual de la Revista RafTulum

“Deporte profesional: una locura moderna”. Marcelo Colussi

 

 

 

 

“Deporte profesional: una locura moderna”

 

Marcelo Colussi

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Yo fui medallista campeona en dos Juegos Olímpicos en una especialidad que no viene al caso en este momento. Ahora, algunos años después, mirando para atrás toda esa historia, me pregunto consternada: ¿para qué toda esa estupidez? Fomentar el deporte no es, en absoluto, tener atletas de élite. No, no.

Eso es una locura que tuvo lugar durante la Guerra Fría, y que no ha parado. ¿Para qué sacrificar a jóvenes con cinco, ocho, diez horas diarias de rigurosísimos entrenamientos durante los mejores años de su juventud? Parece el entrenamiento de astronautas.

Ahí lo creo pertinente, me parece correcto: un astronauta, aunque no se vea inmediatamente, aportará algo a la humanidad. Es como un artista que ensaya horas y horas y horas, un virtuoso del violín, una bailarina clásica: algo deja a la gente. Ahí sí vale el esfuerzo.

Pero ¿para qué sirve nuestro esfuerzo de atletas? ¿Parte de la Guerra Fría? ¿Para demostrar que el país al que represento es “mejor” que todos? ¿Dónde quedó el amateurismo y el espíritu deportivo? Ahora solo negocios y competencia. ¿Y para eso hay que tomar drogas supuestamente legales, siempre a escondidas, someterse a monstruosas dietas, sacrificar el cuerpo? ¡Por favor! ¡Qué estupidez!”.

Esto comentaba consternada una atleta profesional.

Hablar de “amateurismo” en el deporte hoy puede ser motivo de risas. Muchos jóvenes ni siquiera escucharon jamás el término “deporte amateur“. Pronunciarlo en medio de la fiebre “deportiva” que recorre el planeta (culto a la profesionalización y al mercado de atletas, así como al sacrosanto fútbol profesional), podría incluso pasar por un absurdo.

¿Por qué el deporte debe ser “profesional”? Aparentemente no hay respuestas; sería como preguntarse: ¿por qué tomar Coca-Cola? Son cosas que, en principio, no admiten discusión.

Sin embargo, definitivamente debemos seguir interrogándonos. Las cosas no son “naturales”; tienen historia (la historia la escriben los que ganan), por eso hay que seguir interrogándose ante todo (“Crítica implacable de todo lo existente“, reclamaba un decimonónico pensador, hoy pretendidamente superado).

El deporte profesionalizado que hoy conocemos es, también él, un producto histórico, congruente con lo que es nuestro mundo mercantilizado.

Seguramente la mayoría de la población mundial, preguntada al respecto, estaría de acuerdo con mantener la situación actual: agrada consumir deportes.

O más aún: consumir espectáculos audiovisuales donde el deporte es la estrella principal, en general vía televisión, azuzando nacionalismos (y funcionando como antídoto ante protestas y reclamos varios).

La práctica deportiva en tanto desarrollo sistemático de habilidades y destrezas físicas, en tanto recreación sana, ocupa indudablemente un lugar importante entre las construcciones humanas; pero secundario si se la compara con el peso específico que ha ido adquiriendo su profesionalización.

El deporte, desde hace ya décadas, y cada vez más, se ha tornado 1) gran negocio, y 2) instrumento de control político.

En un mundo donde absolutamente todo es mercancía negociable no tiene nada de especial que el deporte, como cualquier otro campo de actividad, sea un producto comercial más, generando ganancias a quien lo promueve (¡eso es el capitalismo!).

Esto, en sí mismo, no es reprochable en la lógica de mercado imperante. Simplemente reafirma el esquema universal que sostiene al mundo moderno, donde todo es un bien para el intercambio mercantil: recreación y salud, alimentos y vida espiritual, educación, pornografía, la guerra, etc.

En este contexto, del que hoy ya nada y nadie pueden escapar, la práctica deportiva ha llegado a perder –al menos en buena medida– su carácter de esparcimiento, de pasatiempo.

Esto trajo como consecuencia su ultra profesionalización, con la aplicación de modernas tecnologías a sus respectivas esferas de acción. Todo lo cual ha mejorado, y sigue haciéndolo a un ritmo vertiginoso, su excelencia técnica. Día a día se rompen récords, se logran resultados más sorprendentes, se superan límites ayer insospechados.

Pero la pregunta que se abre es respecto al lugar que en todo ello ocupa la población. Nosotros, los ciudadanos de a pie que no ganamos medallas olímpicas, que en todo caso podemos practicar un deporte amateur, más bien pasamos a ser meros espectadores pasivos (consumidores) de un espectáculo/negocio –montado a nivel internacional– en el que no se tiene ninguna posibilidad de decisión.

La recreación termina siendo sentarse a mirar ante una pantalla. Con el rompimiento de marcas y fichajes cada vez más multimillonarios: ¿mejoran las políticas deportivas dedicadas a las grandes masas, a los jóvenes?

¿En qué medida influye este “circo”, convenientemente montado, en la calidad de vida de los habitantes de la aldea global? ¿Promueve acaso una vida más sana, o no es más que una nueva versión –sofisticada– del antiguo “pan y circo” romano?

Es aquí donde se debe profundizar la crítica. El desarrollo del perfeccionamiento deportivo (“más rápido, más fuerte, más alto”) no redunda en una popularización del ejercicio físico para todos.

El lema de “mente sana en cuerpo sano”, pese a las cifras astronómicas que circulan en los circuitos profesionales de los modernos coliseos, no conlleva forzosamente un mejoramiento de la actitud para con el deporte (por el contrario, crece mundialmente el consumo de drogas, ¡incluidos los deportistas profesionales!).

¿Será que mientras más se “consumen” deportes menos se piensa? ¿No es absurdo que cada vez haya que perfeccionar más los controles anti-drogas en los atletas?

Eso, como mínimo, debería llevar a cuestionarnos el circo, por no decir a darle la espalda y a profundizar la crítica de la lógica de mercado que lo propicia. La Guerra Fría que vivimos por décadas, y que ahora se reaviva nuevamente, tiene en el deporte profesional también un campo de batalla. Situación absurda, como lo ejemplifica el relato de la atleta citada arriba.

Junto a ello –temática para mirar críticamente también– el hecho que existan “estrellas” deportivas que ganan cifras fabulosas, reafirma el mito que cualquiera, con esfuerzo, aún saliendo de los lugares más empobrecidos, puede llegar a “triunfar”.

Los pilotos [de Fórmula 1] ganan bien. Y en los otros deportes es igual, los mejores son los que reciben más dinero” declaró el campeón mundial Lewis Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este ¿deporte?, reforzando la idea individualista de que “el que quiere, puede“.

En otros términos: se ratifica el mito capitalista que con esfuerzo propio se puede llegar a ser millonario. Pero la testaruda realidad nos dice otra cosa.

Marcelo Colussi.

Colaborador habitual de la Revista RafTulum

 

“¿Qué es el talento? (Crítica a un concepto añoso)”: Rodrigo Arenas-Carter

 

 

 

“¿Qué es el talento? (Crítica a un concepto añoso)”

 Rodrigo Arenas-Carter

La concepción hegemónica clásica es que el talento es un don divino, un regalo que había que alimentar y desarrollar. Esta idea se ha instalado arraigadamente en nuestro imaginario. Por ejemplo, frecuentemente me encuentro con creadores que, pese a declararse ateos o vanguardistas, comulgan con dicha noción. Para ellos el talento es algo con lo que se nace, un capital que separa al que puede dedicarse a las artes del que no de manera absoluta y categórica.

Si bien dicho don no es producto de los caprichos de una divinidad, se debe al «destino», a un actuar misterioso que los humanos no podemos (¿o merecemos?) entender.

Una de las peores consecuencias de dicha concepción hegemónica es que se ha transformado, hasta el día de hoy, en una justificación para denostar al arte conceptual, a favor de formatos más «renacentistas», como la pintura y la escultura. Hay muchos artículos, videos o pódcasts basados en nociones meramente intuitivas que plantean cosas como «¿Arte conceptual o falta de talento?» .

No es poco común que en dichas argumentaciones se cuestione el talento de las personas que se dedican a la performance, la instalación o el videoarte, pero por otro lado no dudan del talento de los fotógrafos, por ejemplo, lo que ya habla de la falta de imparcialidad de sus autores.

Así, el talento no solo se configura como un don, sino que también como un valor[1]. Dice Cerdá Michel: «al artista el talento le es dado, se le otorga como un regalo divino.

El artista lo recibe y lo usa graciosamente para la creación, como un hombre rico puede disponer de sus recursos con un aire relajado».

Otro problema derivado de esa idea añeja pero vigente en muchos círculos, es que opone el talento a la disciplina. Siguiendo a Cerdá Michel:

la disciplina, por el contrario, implica un esfuerzo continuo. Quien es disciplinado se impone a sí mismo un tiempo de trabajo, un ritmo de producción (…)

La disciplina alude a algo que falta, que es necesario formar, desarrollar, y trae consigo desvelos, cansancio, angustia, conciencia de la propia limitación y ansia de perfeccionamiento.

Por otra parte, el talento es una idea que limita el acceso activo al arte, y además sirve para disfrazar privilegios.

Sobre lo primero, y volviendo a aquella frontera de piedra de la que hablábamos, la dictadura del talento es directamente contraria a la idea de democratizar la práctica artística.

Recordando mi infancia y adolescencia, casi todo mi entorno me transmitía la idea de que yo no tenía talento, dadas mis evidentes carencias en motricidad fina. Sin embargo, fue cuando descubrí la performance que me dí cuenta que habían espacios del arte a los cuales, con esfuerzo y trabajo, podría acceder.

Por lo tanto, creo que detrás de la visión tradicional de talento hay un afán conservador de mantener el statu quo, de atrincheramiento ante la espantosa posibilidad para algunos de que todos los seres humanos que lo deseen puedan posicionarse como artistas.

Por eso muchos agentes e instituciones se afanan en perpetuar dicha idea, aferrándose a las promesas del principio económico de la escasez. Sobre esto, uno de los libros más famosos que cuestionan el concepto tradicional de talento es Aprender a dibujar con el lado derecho del cerebro (1979), de Betty Edwards. doctora en Arte, Educación y Psicología de la UCLA, la autora plantea que cualquier persona puede aprender a dibujar.

El problema detrás de esto es que la disciplina y el trabajo para abordar esta tarea requiere tiempo y recursos, y pareciera ser que la sociedad no está dispuesta a invertirlos.

En el contexto economicista actual, en el que todo debe ser útil y rendir resultados lo antes posible, hay poco espacio para la experimentación y para permitir que una persona que carece de habilidades innatas para dibujar, aprenda a hacerlo.

Lo anterior me lleva a otro fenómeno que se disfraza de talento. Muchas veces, más que talento, lo que hay es recursos, tanto económicos, como sociales e incluso afectivos.

Si se revisa la historia de vida de varios artistas, en especial de los que están en el canon, nos encontraremos con que son personas que contaron con educación, con recursos, y con el apoyo de sus cercanos.

En ese sentido, lo que heredan algunos hijos de artistas no es el talento, sino que es la apertura de dichos padres hacia el posible interés de su hijo por el arte, además de todos los contactos y saberes de sus progenitores.

En el extremo opuesto, y tal como lo ilustra la excelente novela Trash, de Eduardo Juárez, un recolector de basura que aspira dedicarse al arte tiene todo en contra. Ahora bien, y tal como lo deslicé en un párrafo anterior, es diferente si se habla de habilidades, pues ellas pueden ser desarrolladas o no.

Recuerdo que algunos de los chicos que dibujaban mejor en la escuela terminaron siendo ingenieros mientras que yo, que presentaba habilidades para las matemáticas, opté por el arte y la literatura.

Finalmente, no olvidar que talento es un concepto hegemónico, y que las posibles concepciones sobre la habilidad artística en pueblos originarios, tanto de América, como de Asia y África, prácticamente no han sido estudiadas.

Ahora bien, tampoco es mi objetivo romantizar la disciplina. Académicos como Galicia Moyeda cuestionan su práctica excesiva, a favor de una educación artística más flexible.

De hecho, una disciplina artística extrema puede transformarse en una obsesión frustrante, la que es muy bien retratada en la película El cisne negro, en la cual la protagonista (spoiler alert) muere en su camino por alcanzar la perfección en la danza.

Para cerrar, creo que las habilidades, la disciplina, la suerte, los recursos y la experimentación terminan interactuando complejamente no solo en el destino de los artistas, sino que en el de muchos seres vivos.

Imagen principal libre de derechos de autor.

[1] De hecho, la palabra talento deriva del latín talentum, una antigua moneda griega.

Rodrigo Arenas-Carter

Centra su trabajo artístico en performance y Net Art, participando en festivales y exposiciones en diversos países. Ha obtenido becas y premios como Fondart del Gobierno de Chile (2019), Tercer Lugar en la Bienal de París en Guatemala (2017) y Experimenta/Sur 2016 (Colombia). Autor del libro La vital precariedad. Poesía y performance en América Latina y Chile (2018). Sus ensayos sobre performance han sido premiados en varios concursos. http://rodsands.weebly.com/

Performática

Correo: r_arenas@yahoo.com

Tomado de Gazeta.gt

https://www.gazeta.gt/que-es-el-talento-critica-a-un-concepto-anoso/


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